Articular un conglomerado político es algo muy difícil, que exige lidiar con las pasiones humanas más bajas y tratar de darles cauce para que no atenten contra el propio esquema de poder. Ello demanda liderazgos, disciplina partidaria, “mística” (que es algo así como sentido de colectivo o grupo), repartija calculada de cargos y beneficios, secretos, “cocina” y mucha paciencia. Pero no todo es cinismo. También requiere una causa potente, un horizonte de sentido y un relato (una historia sobre cómo llegamos hasta aquí, y cómo seguiremos hacia adelante, basada en un diagnóstico de la realidad). Así, como todo en política, mantenerse en el poder requiere de una mezcla de macuqueo, razón y razonabilidad.

La vieja Concertación gobernó 20 años en nombre de las víctimas de la dictadura y de los más necesitados. Su diagnóstico y su relato se cuajaron a partir de los múltiples centros de estudio de izquierda que estuvieron operativos en los 80 (Flacso, Cieplan, Sur, etc.). Su combinación de capitalismo y reformismo social le entregó a Chile los 20 años más pacíficos y prósperos de su historia.

La articulación del aparato político se lograba mediante el llamado “Partido en las sombras” o “Concertación transversal” que reunía a un grupo de dirigentes de los distintos partidos que jugaban entre ellos de memoria. Ellos controlaron el Poder Ejecutivo durante dos décadas, enviando a los indeseables, radicales y/o chantas al Congreso, donde se veían obligados, al final del día, a apoyar al gobierno, aunque fuera a regañadientes. El esquema funcionó, hasta que se desgastó, se “achancharon” sus líderes, se secaron los centros de estudio, perdieron el Ejecutivo y vino la revancha de los barridos bajo la alfombra. La líder improvisada de la rebelión fue Bachelet (la incombustible, reina de los autoflagelantes y los nuevamayoristas, rompedora de consensos y madre del Frente Amplio). Su primer gobierno fue intervenido por el grupo transversal, al que ella nunca perteneció, pero su derrota los envió para la casa, retornando luego ella en gloria y majestad a gobernar sola (y perder de nuevo). Luego del hundimiento de Peñailillo et al., y la bancarrota política e intelectual de la Nueva Mayoría, los restos de lo que fue la Concertación flotan hoy en un vacío desarticulado, sin esquema, amarrado por un “legado” marcado por la derrota.

Piñera, por otro lado, emuló a Bachelet en su primer gobierno: prescindió de los partidos, gobernó solo y perdió. Por eso, si hay un cambio realmente importante en esta segunda administración, es que hoy gobierna Chile Vamos, cuyo líder es Piñera. Él tiene un férreo control sobre la agenda, pero no es su dueño. Y eso vuelve importante preguntarse por el esquema político de ese conglomerado.

Desde un punto de vista más bien cínico, puede decirse que Chile Vamos está conformado por cuatro partidos. Entre ellos, sólo tres son independientes de Piñera, ya que el PRI es una especie de saldo político-clientelar adquirido por el presidente luego de la muerte de su dueño anterior. Luego está el piñerismo —del que el PRI conforma la soldadesca, pero hay hartas categorías (incluyendo a los gerentes) por encima— y tres partidos más.

La UDI y Evópoli, en tanto, aparecen divididos de la cintura para abajo (salvo por los bolsillos). Le ponen pimienta “valórica” al consenso neoliberal. Disentir en esos temas les sirve a ambos para aleonar a sus huestes y ganar espacio comunicacional (ejemplo: agenda de género).

RN, finalmente, es una especie de “resto del mundo” de la derecha, con varias capas y tendencias distintas en su interior, y ha sido el mayor beneficiado con el auge piñerista. Su gracia es ese pluralismo interno, que lo pone en buen pie para ser el partido quilla de este gobierno, y el articulador de la coalición.

Mirado de lejos, este aparato presenta fortalezas. Están unidos por el poder y por el liderazgo de Piñera. Sus diferencias no generan dinámicas irreconciliables, sino tensiones que les dan visibilidad a los involucrados. Hay incentivos para estirar el elástico, pero no para romperlo.

Sus debilidades son, por un lado, que los liderazgos de reemplazo más fuertes del sector (J. A. Kast y M. J. Ossandón) se encuentran lejos de Chile Vamos y del gobierno. Y, por otro, que en términos de ideas, el conglomerado no parece encontrarse al nivel de las circunstancias: junto al triunfo electoral, el tradicional antiintelectualismo economicista del sector volvió por sus fueros. Hay retazos en la agenda que parecen responder al diagnóstico que fue madurando durante los últimos 8 años —como darles prioridad a los más débiles—, pero no hay un relato coherente ni un guion general al que se ciñan todos los actores. Muchos de ellos parecen, de hecho, más cómodos con las agendas tuiteras que con el desafío de cuajar una visión política que permita gobernar 20 años.

Así las cosas, el principal activo actual de la derecha es la debilidad intelectual y política de la izquierda. Pero no conviene dormirse en esos laureles.