Columna publicada en El Mercurio, 12.03.18

Finalmente, Michelle Bachelet le entregó la banda presidencial a Sebastián Piñera. La escena tuvo algo de surrealista, y también de inquietante, pues es la tercera vez en ocho años que ambos intercambian banda y piocha. Hay aquí un primer motivo de reflexión: mientras el país cambia de modo acelerado, la renovación de la clase dirigente no sigue el mismo ritmo.

En ese contexto, no debe extrañar la actitud del gobierno saliente durante los últimos tres meses. Amparado en una lógica más legalista que auténticamente democrática -“vamos a gobernar hasta el último día”-, el Ejecutivo dedicó sus últimas semanas a defender su “legado” haciendo todo lo posible por incomodar al gobierno entrante (¿cómo explicar de otro modo el absurdo suspenso sobre Punta Peuco?). La ex Mandataria exprimió hasta la última gota el excéntrico interregno de tres meses ideado por Pinochet para amarrar su propio legado, haciendo caso omiso del resultado electoral y de las formas republicanas. Por lo mismo, Michelle Bachelet se dio el lujo de presentar un proyecto de Constitución elaborado entre cuatro paredes, a sabiendas de que no tendría ningún destino. Con todo, lo realmente llamativo del plan “legado” es la obsesión de Michelle Bachelet por la historia, por haber cambiado su curso, adjudicándose un curioso conocimiento del futuro. Olvidó sin mayores miramientos la dignidad del presente y de quienes lo habitan, y de allí que jamás -jamás- se haya hecho cargo de las dificultades concretas de sus reformas, o del estado de descomposición en el que queda su coalición. Aunque hay en ella una fe conmovedora en la bondad de todo lo realizado, eso la deja al mismo tiempo fuera del plano de la política. En el fondo, es más cómodo hablarles a los historiadores del futuro que a los ingratos contemporáneos.

Por su parte, el nuevo Presidente deberá enfrentar sus propios fantasmas. Al insistir hasta el cansancio con la unidad y los acuerdos, Sebastián Piñera parece no considerar la distancia brutal que media entre el Chile actual y el de la transición. El Presidente podría haber sido -quizás- el gobernante perfecto en los años noventa, pero le cuesta conectar con el país actual, y por eso su retórica tiende a remitir al pasado. De hecho, si su gabinete repite tantos nombres, puede suponerse que no hay nada demasiado nuevo que proponer. En ausencia de discurso, no debe sorprender la debilidad inaudita de la derecha para defender sus propias posiciones frente a la vociferación, como ha quedado claro una y otra vez en el proyecto de identidad de género. Si Sebastián Piñera obtuvo un 54% de los votos siendo crítico de dicha iniciativa, ¿por qué diablos termina plegándose a la vociferación de la barra progresista, regalando de paso el control de la agenda? El motivo es simple, y guarda relación con la ausencia de reflexión: es imposible defender aquello que no se comprende. Es cierto que la visita al Sename intenta fijar las prioridades en una dirección distinta, pero hará falta un diagnóstico bastante más sofisticado para fijar los ejes de la discusión, y no ceder a la presión de las redes sociales.

Arturo Alessandri volvió en 1932 a consolidar su Constitución y terminar con la anarquía. Carlos Ibáñez regresó en 1952 acompañado de una escoba para darse una (fallida) revancha personal. Hace cuatro años, Michelle Bachelet retornó para sacudirse definitivamente de la Concertación y de los complacientes (que nunca parecen haberse percatado). Es difícil saber a qué vuelve Sebastián Piñera, quien no tiene ni el talento de Alessandri ni la obstinación de Ibáñez y Bachelet. Con todo, el Presidente cuenta con una oportunidad histórica, considerando la disgregación de la izquierda: solo la derecha parece estar hoy en condiciones de dar con un diagnóstico acertado del presente, articulando las múltiples reivindicaciones que agitan a nuestro país. Para lograrlo, eso sí, resulta indispensable creer en la política y sus posibilidades. El balón ya está girando.