Columna publicada en El Líbero, 30.01.2018

En su discurso de presentación del nuevo gabinete, el Presidente electo Sebastián Piñera señaló que una de las prioridades de su gobierno serán los niños. Y entre otras cosas, manifestó su preocupación ante el drástico descenso de las tasas de natalidad en las últimas décadas. Chile tiene pocos niños, y los primeros resultados del Censo 2017 confirman esta tendencia.

Las cifras son elocuentes: en un cuarto de siglo la proporción de menores de 15 años ha disminuido de un 30% a un 20%, mientras que el porcentaje de adultos mayores se ha duplicado, lo que revela un acelerado envejecimiento demográfico. De este modo, la pirámide poblacional va tomando formas cada vez más regresivas, sobrepasando incluso a países europeos que hasta el momento habían liderado estos procesos.

Sin embargo, mientras que en Europa se han hecho grandes esfuerzos para revertir esta situación —a través de más y mejores alternativas de cuidado, beneficios laborales, apoyo económico, campañas en favor de la corresponsabilidad entre hombres y mujeres, entre otros ejemplos—, en Chile aún no hemos tomado demasiada conciencia de ella. Poco se ha dicho o hecho respecto de nuestros índices de natalidad, que hoy están bajo el nivel de reposición; no hay un diagnóstico fino sobre sus causas, las que sin duda responden a fenómenos complejos, y tampoco parece haber una real preocupación sobre las consecuencias de esta realidad. Esta indiferencia sugiere que observamos estos cambios demográficos como si se tratara de un hecho neutral o inofensivo, lo que se traduce en un letargo al momento de elaborar una agenda e implementar medidas urgentes y necesarias.

El descenso de la natalidad responde a múltiples variables culturales, económicas y políticas; algunas de alcance global y otras que remiten a nuestro contexto local. No obstante, algunos datos indican que, por ejemplo, los ciudadanos en general quieren tener más hijos (las encuestan indican que los chilenos declaran que les gustaría tener en promedio tres hijos, mientras que la tasa de fecundidad es de 1,8), pero criarlos se ha transformado en una pesada “carga”, muchas veces difícil de llevar.

En nuestra sociedad se ha ido perdiendo la noción de que los niños no son algo que sólo compete a los padres, sino que constituyen un bien y una necesidad social, de lo cual todos debemos hacernos responsables de algún modo. De ahí que deban existir políticas para la familia, tanto en el mundo privado como en el ámbito público, que permitan un apoyo efectivo. Pero, salvo excepciones como el permiso posnatal de seis meses, actualmente nuestra organización social parece apuntar en el sentido contrario: los salarios, el transporte público, el diseño de las viviendas, las condiciones y horarios laborales, las alternativas de cuidado, el régimen tributario, los planes de salud y el sistema de seguridad social, la baja valoración y mala distribución del trabajo en el hogar, entre muchos otros aspectos de la vida social, dan cuenta de la mirada que prima en este sentido. Así, el “costo” asociado a la natalidad recae casi exclusivamente en los padres —y más aún en la maternidad—, actuando como un enorme disuasivo para tener hijos.

Si, como señala Hannah Arendt, “el milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos de su ruina normal y ‘natural’ es, en último término, el hecho de la natalidad” —sin mencionar su importancia económica y sociopolítica—, se comprende que el número de niños sea un asunto público de primera relevancia, de la que depende el futuro de nuestra vida en común. Una auténtica preocupación exige partir por hacernos cargo del diagnóstico y la complejidad del problema. Ojalá abramos los ojos a tiempo.

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