Columna publicada en Chile B, 18.07.13

 

Entre las manifestaciones de violencia e injusticia, la violencia intrafamiliar es un de las más graves, a la vez que una de las más difíciles de observar. La familia debe ser el fundamento de una sociedad auténticamente humana, es el lugar donde a cada individuo se le valora por ser quien es. Debe ser la primera unidad de protección social, de educación y trasmisión de aquellos valores que permiten la vida en sociedad. La familia, en definitiva, debe ser un lugar privilegiado para la confianza, que es fundamento de las relaciones humanas y de la identidad personal, como bien ha expresado José Andrés Murillo en su obra La Confianza Lúcida. Y sin embargo en muchos casos no es así.

Los casos de abuso infantil que se han hecho públicos en las últimas semanas, y que han causado tanta polémica en la opinión pública, son la punta del iceberg de un problema más grande y generalizado de lo que muchas veces pensamos. Según un informe del programa “Chile Acoge”, dirigido por el Sernam, el 72.3% de los niños/as plantea haber sido víctima de violencia intrafamiliar. Del total de los niños y niñas encuestados el 58.9% dijo haber sido víctima de violencia psicológica, el 51.37%, violencia física leve y el 32.75% violencia física grave al interior de su familia.Asimismo, un estudio de la Unicef de 2012 determinó que un 8,7% de los niños chilenos fueron víctimas de abuso sexual, 75% de ellos de sexo femenino. Estas cifras de maltrato infantil se tornan más graves aún cuando tenemos en cuenta dos factores: en casi un 70% de los casos existe violencia entre los padres, y además muchos padres o parientes que hoy comenten abuso, fueron víctimas durante su infancia. Se estima que aproximadamente una tercera parte de los niños abusados o descuidados eventualmente causarán daño a sus propios hijos, según el estudio del Sernam antes mencionado.

La violencia engendra violencia. Nos encontramos frente a un círculo vicioso que resulta particularmente complejo y alarmante. Esto porque se produce entre los vínculos afectivos más cercanos, lo que aumenta la gravedad del daño, y al interior del ámbito privado, lo que dificulta una intervención por parte de las autoridades y la sociedad civil. Pero además, porque involucra a los miembros más frágiles y vulnerables de nuestro país: los niños. Son ellos quienes más necesitan de protección, cariño y cuidado; y paradójicamente son quienes hoy en día parecen ser nuestra última prioridad.

Los niños no tienen voz, no pueden reclamar por sus derechos, no pueden hacer lobby, no pueden salir a la calle a marchar, no pueden tomarse instituciones. Necesitan de su familia, de la sociedad civil y de las autoridades para velar siempre por su interés superior. Es hora de cambiar nuestra mentalidad “adultocéntrica”, tomar conciencia y hacernos responsables de quienes dependen de nosotros absolutamente y de quienes representan el futuro de Chile. Es urgente recuperar el sentido de que la familia, y todo lo que la rodea, es un problema político de primer orden, porque si ésta falla, todo lo que viene se resiente, toda la convivencia se degrada. Erradicar el miedo y acabar con los abusos –a fin de cuentas, devolver la confianza– es el desafío que tenemos por delante.