Columna publicada en La Tercera, 21.11.2017

Durante muchos años, la obsesión de Sebastián Piñera ha sido cautivar a los votantes democrata cristianos nostálgicos de Patricio Aylwin y de la vieja Concertación. Por eso, el candidato dice que quiere encabezar una segunda transición, y no tiene escrúpulo alguno en utilizar una estética noventera: allí habría estado el paraíso perdido de la política chilena y, sobre todo, los votos para ganar la elección. Sin embargo, a la luz de los resultados del domingo, lo menos que puede decirse es que ese centro simplemente no existe o, en el mejor de los casos, está reducido a su mínima expresión. La conclusión es que Sebastián Piñera lleva mucho tiempo hablándole a un país ausente.

Es difícil explicar de otro modo la profunda frustración que vivió la derecha el domingo. El primer lugar y la distancia con Guillier no significan mucho al lado del triunfalismo que había inundado al piñerismo. En el fondo, la derecha se aprestaba a celebrar una victoria cultural y electoral de proporciones, que dejaría de manifiesto los profundos errores de la Nueva Mayoría. Pero la realidad fue un poco distinta: la izquierda se fragmentó, pero no se debilitó estructuralmente. La derecha está exactamente en el mismo lugar que el 2009, a pesar de las enormes dificultades que ha enfrentado este gobierno; y sabiendo que el discurso de Beatriz Sánchez es mucho menos transversal que el de ME-O en su primer intento. Así las cosas, lo que viene se vuelve cuesta arriba para un candidato que anunciaba un evangelio de optimismo bobo carente de especificación. “Arriba los corazones, vienen tiempos mejores” puede ser una buena consigna para ganar un concurso escolar, pero es ligeramente insuficiente para hacer política en el Chile del 2017 (y nadie parece haberse dado cuenta de aquello). Es más, si la derecha gana y sigue repitiendo ese tipo de discursos, le abrirá una Alameda al Frente Amplio en la próxima presidencial.

Aunque es muy pronto para elaborar un diagnóstico fino de lo ocurrido el domingo, todo indica que si la derecha quiere tener una oportunidad en cuatro semanas más, está obligada a recurrir a herramientas intelectuales un poco más sofisticadas que las utilizadas hasta ahora. Hay que abandonar las técnicas del retail, la técnica y la numerología, y reemplazarlas por un discurso político digno de ese nombre, capaz de convocar a ciudadanos que no responden a las viejas categorías. Piñera lleva meses apostando a no cometer errores (incluso se bajó de entrevistas días antes de la elección), pero su principal error fue precisamente no querer decir nada relevante respecto de casi nada. El desafío ahora pasa por saber leer un país nuevo, que no es tan individualista como pretenden los más liberales, ni tan colectivista como cree la izquierda. También resulta indispensable abrir la puerta para que entren caras nuevas, y darles espacio efectivo para jugar. En definitiva, hay que seguir el viejo consejo de Maquiavelo y adaptarse a los Fortuna. Piñera lleva décadas girando a cuenta de la transición, pero alguien debería avisarle que esa cuenta hace mucho tiempo dejó de tener fondos. Aunque fuera por caridad.

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