Columna publicada en Chile B, 25.09.13

 

Desde los distintos comandos presidenciales se ha enfatizado en la necesidad de ampliar el acceso a los bienes culturales y a la creación de hábitos en torno a ellos. Ahora bien, la diversidad de medidas planteadas sugiere que, en esta materia, hay más de un disenso. En efecto, no existe nada parecido a un acuerdo sobre qué es cultura y para qué sirve, ni cómo debemos fomentarla. La Nueva Mayoría, según podemos inferir a partir de las dos propuestas de Michelle Bachelet (traer de nuevo a la pequeña gigante y otorgar mayores recursos a los artistas), parece entender la cultura a partir de dos compartimentos estancos. Por un lado, el espectáculo; y por otro, la elite iluminada de los creadores. En el caso de Evelyn Matthei, su equipo programático ha de

El contraste entre ambas propuestas muestra que hay, al menos, dos modos posibles de concebir la cultura. Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, publicado el 2012, presenta una interesante reflexión en torno al panorama cultural contemporáneo. En este ensayo, el autor peruano intenta explicar, lo que, desde su perspectiva, debe constituir la cultura, y que actualmente se encuentra en notable decadencia. Señala que en la actualidad la cultura es considerada solamente como diversión, y que el entretenimiento ha pasado a convertirse en el valor supremo de la vida. Vargas Llosa no es contrario a la diversión –actividad legítima y necesaria–, pero cree que al convertirse en principal objetivo del “consumidor cultural” se pierden dimensiones esenciales, en ausencia de las cuales nuestras vidas se empobrecen.finido la cultura como la capacidad de goce y creación de la belleza y el conocimiento. En esta línea, el eje de su propuesta ha sido combatir la “desnutrición cultural” de Chile, principalmente a través del fomento de la lectura y la televisión de calidad, como medios principales de acceso cultural.

La principal tesis del ensayo afirma que, hoy en día, puede percibirse una creciente banalización de la cultura. La misma ampliación del concepto ha esfumado, paulatinamente, su significado: hoy todo es cultura y, por tanto, nada lo es. Aunque no cabe duda de que la democratización y masificación ha traído consigo importantes beneficios, abriendo la cultura a un público más allá de la elite ilustrada (que Vargas Llosa tanto añora); también hay que reconocer que se ha sacrificado la calidad en pos de la cantidad. Al mismo tiempo, la búsqueda del mero entretenimiento ha dejado la cultura en manos del mercado y de la moda, en lugar de anclarla en las ideas, la reflexión y los valores estéticos.De este modo, se prefiere la cultura fácil o ‘light’, descartando cualquier esfuerzo intelectual y se genera una atmósfera de frivolidad en torno a ella ―lo que repercute en la toda la sociedad. Y aunque no es posible generalizar, sí es notorio cómo la política ha reemplazado las ideas y los ideales por la mera publicidad y las apariencias, deteriorándola moral y cívicamente. El liderazgo de opinión, hoy en día, ya no radica en los intelectuales, sino en la farándula. Y a su vez, la prensa parece estar más enfocada en lo novedoso, lo escandaloso y lo espectacular, que en el rigor, la verdad y la objetividad; en otras palabras, más que informar le interesa entretener.

La cultura instrumento que debería intentar responder las interrogantes más propias de lo humano, ha sido dispensada de su mayor responsabilidad. Ésta ya no constituye la brújula que permita orientarnos, en una infinita masa de información, entre lo que enriquece al ser humano y lo que lo envilece. La cultura –según Vargas Llosa– se ha convertido en una vía escapatoria de la realidad, en lugar de procurar ayudarnos a tomar conciencia de ella y asumir un compromiso. La cultura, llamada a dar sentido, contenido y orden a nuestra civilización, ha caído en una preocupante superficialidad, que nos ha privado de una seria reflexión sobre los problemas de nuestro tiempo.

Aunque parte importante del diagnóstico parece ser acertado, el autor termina sugiriendo un dilema que no resuelve del todo:debemos elegir entre el paradigma clásico (una cultura aristocrática y elitista) y el paradigma contemporáneo (cultura chatarra de masas). Sin embargo, ninguna de las alternativas resulta demasiado convincente. Pero, ¿será tan real ese dilema?, ¿no habrá modos de elevar la cultura contemporánea? “La frivolidad desarma moralmente a una cultura” afirma el Premio Nobel de Literatura. Esto es cierto, pero la cultura tampoco puede reducirse a un público selecto, y de ahí la necesidad de tomarse en serio la calidad de los medios masivos, por ejemplo; o fomentar la lectura, es decir, generalizarla. Resulta un problema complejo y al mismo tiempo fundamental. Por eso mismo, no puede abordarse desde políticas aisladas y cortoplacistas, sino que debe tender más bien a generar un impacto transversal y profundo en nuestra sociedad, que debe partir por eliminar las barreras cognitivas que impiden gozar de la cultura. Es, quizás, a partir de estos parámetros que debemos medir los programas culturales de los distintos candidatos.