Si la política es la instancia que nos permite resolver a nuestros desacuerdos prescindiendo de la violencia, entonces no podemos dejar de interrogarnos por el modo en que ésta irrumpió en la vida pública y asoló nuestras ciudades. Allí donde empieza la violencia, se ha acabado la política. Octubre jugó en esa cancha.
Este mes se cumplen cinco años desde el 18 de octubre de 2019, acaso la mayor crisis política y social de las últimas décadas. Guste o no, ese día marcó un quiebre en nuestra historia, quiebre que aún no terminamos de comprender. Esto no debe sorprender: el fenómeno aún nos queda muy cerca, y subsiste una fuerte dosis de compromiso afectivo. En consecuencia, sería presuntuoso intentar ofrecer una explicación global. Sin embargo, es innegable que se abrirá una disputa por interpretar y resignificar los sucesos. Unos enfatizarán el malestar social, mientras que otros pondrán el acento en la violencia desatada, y ambos bandos se acusarán recíprocamente de ignorar su dimensión predilecta.
Me parece que la dificultad estriba precisamente en la escisión entre los dos aspectos. El enigma de octubre está contenido en la vinculación entre ambas; y, por tanto, separarlas no nos ayuda a comprender. En ese sentido, la izquierda tiene razón al afirmar que sería desacertado quedarse sólo con el vandalismo y la delincuencia. Allí se manifestó también un malestar profundo (cuya naturaleza, en todo caso, no conocemos bien). Reducir octubre a la violencia es, sin duda, un error. Con todo, eso no resuelve el problema; apenas lo inicia. Dado que no todo fue violencia, dado que allí la sociedad quiso transmitir un sentimiento difuso, entonces la pregunta guarda relación con el papel de la violencia en esa composición de lugar. ¿Qué tan relevante fue la violencia en la expresión del malestar? ¿Qué grados de aceptación hubo con ella? Han pasado cinco años, pero la pregunta sigue siendo acuciante. Si la política es la instancia que nos permite resolver a nuestros desacuerdos prescindiendo de la violencia, entonces no podemos dejar de interrogarnos por el modo en que ésta irrumpió en la vida pública y asoló nuestras ciudades. Allí donde empieza la violencia, se ha acabado la política. Octubre jugó en esa cancha.
La tragedia de la izquierda es que la violencia oscureció el malestar, hasta volverlo invisible. La tarea de la izquierda era la contraria: distinguir de modo nítido aquello que era legítimo de aquello que no. Esa confusión conceptual la arrastró hacia un laberinto sin salida, que difuminó todas las banderas que quería defender. Dicho en simple, la izquierda, en distintos grados, dejó de creer en la política y sus instituciones. Cada cual tuvo su motivo: la centro izquierda por un complejo de inferioridad psicológica y moral, el partido comunista por convicción revolucionaria, y el Frente Amplio por lirismo adolescente. Las razones son distintas, pero todas convergieron en una dirección.
Como era previsible, la rueda giró. Hoy, la percepción de los chilenos sobre octubre ha variado de modo contundente, como lo comprueba la última encuesta CEP. No sólo la violencia es mal vista, sino que la seguridad se transformó en la principal prioridad de los chilenos. ¿Cómo enfrentar esa realidad desde las categorías de octubre? ¿Cómo hacerse cargo del estancamiento económico, del problema migratorio y del crimen organizado desde la retórica de esas semanas? Para emplear el lenguaje de Maquiavelo, la izquierda no quiso comprender que la fortuna es cambiante, y quedó atrapada en un discurso que se ha vuelto inservible. Para peor, sus cambios carecen de credibilidad, pues han sido demasiado bruscos como para asentarse en la opinión pública.
Esto permite comprender el núcleo del llamado “octubrismo”: la incapacidad radical a la hora de distinguir las legítimas reivindicaciones del uso de la violencia. Dicho de otro modo, es la instrumentalización de la violencia en la medida en que sirve los propios intereses. Por lo mismo, el 18 de octubre fue leído como un momento destituyente, que permitiría borrar todo el pasado para instaurar una nueva legitimidad que no fuera tributaria de la anterior. De allí las frases que solazaron a la izquierda: “Chile Despertó”, “no son 30 pesos, son 30 años”, “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”. Era el todo vale. Quizás la mejor encarnación del octubrismo es la decisión del presidente, tomada poco después del plebiscito del 4 de septiembre, de indultar a un grupo de “presos de la revuelta”, afirmando que “no son delincuentes” (sic). La traducción es simple: los delitos cometidos por los partidarios del estallido no son tales, pues sólo pueden comprenderse a la luz del proceso que abrieron (¡aunque el proceso ya hubiera fracasado!). Se entiende que, en esas coordenadas, el malestar social —real— quedó envuelto en un manto de violencia.
Octubre no es tanto pasado como presente. A partir de esas semanas, la dinámica polarizante se aceleró, se minaron las confianzas, y el diálogo se volvió improbable. El Presidente se queja con frecuencia de que no podemos seguir eternamente en la misma lógica, en la que perdemos todo. Tiene razón. Sin embargo, me temo que su anhelo tiene una condición: una reflexión a la altura de los hechos, una reflexión que asuma la responsabilidad de lo obrado, y que tenga implicancias discursivas en su sector. Mientras esto no ocurra, nuestra vida pública seguirá marcada por la profunda división que produjo —y sigue produciendo— el 18 de octubre de 2019.