Opinión
Crisis de ética y clases de ética

La inutilidad de las clases de ética nos remite a la utilidad de las instancias más básicas de formación del carácter: a la costumbre, a la ley, al temprano entrenamiento en la virtud, a la familia, a la presencia de figuras ejemplares. No hay una receta sencilla que permita recuperar nada de eso, pero tampoco hay atajo que permita prescindir de ello. 

Crisis de ética y clases de ética

Estamos ante una “crisis ética de proporciones”. Esa es la expresión que usa esta semana un documento de la Conferencia Episcopal. Pero la verdad es que esa expresión la podría haber usado también la Sociedad Atea de Chile. O cualquier ciudadano. Ante escenarios como el actual, hasta las personas más reticentes a usar el lenguaje de la moralidad se ven inclinadas a acudir a él.

No todos, por cierto, pues siempre existe un grupo de personas que cree poder enfrentar los problemas solo a punta de procesos y reglas. Nos dicen que necesitamos nuevos mecanismos para designación de jueces, tal como antes nos han dicho que necesitamos nuevos procedimientos y más transparencia en otros planos de la vida. No se equivocan. Esa preocupación es perfectamente pertinente, especialmente cuando se trata de designar autoridades cuyo atributo básico debe ser la independencia e imparcialidad. Pero no hay procedimiento ni regla –más vale descartar de golpe esa ilusión– que vuelva viable a un pueblo de demonios.

¿En qué clase de personas nos estamos convirtiendo? Esa es la pregunta ética fundamental. Es la pregunta que debemos hacernos sobre nosotros mismos, sobre nuestros amigos, sobre nuestros conciudadanos, sobre quienes nos gobiernan. Nadie que calibre en serio la magnitud de nuestros problemas puede prescindir de ese lado de la ecuación. Pero aquí aparece otra ilusión, tan común como la fe en los procedimientos: la fe en las clases de ética. Se la ha visto en redes sociales esta semana.

¿Qué decir de esa fe? Es una fe casi idéntica a la esperanza que algunos ponen en las clases de educación cívica como manera de enfrentar la crisis política. También aquí se arranca de un diagnóstico acertado: que existe tal crisis, que habría que hacer algo al respecto. ¿Pero qué hacer? La democracia cuenta con decreciente apego entre los jóvenes, ¿pero se soluciona eso con clases sobre el valor de la democracia? ¿Sirven de algo tales clases cuando en paralelo se ve a nuestros políticos relacionarse de manera puramente instrumental con la democracia (y con tantas cosas más)?

Ilusiones bien intencionadas, pero absurdas. Hace ya 2.500 años lo notaba Aristóteles, quien cierra la Ética a Nicómaco –el primer y más influyente libro de ética en la historia de la humanidad– notando el límite natural con que chocan estas disciplinas. Los argumentos –los libros y los cursos–, ayudan a que una persona bien formada pueda afinar algo la puntería; son impotentes, en cambio, cuando caen sobre una tierra poco preparada.

Se podría, por supuesto, sacar de ahí una conclusión pesimista. Si las clases de ética no sirven, nada sirve. Ese tipo de cinismo es una de las grandes tentaciones de nuestra situación. Pero no era la conclusión que estaba sugiriendo Aristóteles. La inutilidad de las clases de ética nos remite a la utilidad de las instancias más básicas de formación del carácter: a la costumbre, a la ley, al temprano entrenamiento en la virtud, a la familia, a la presencia de figuras ejemplares. No hay una receta sencilla que permita recuperar nada de eso, pero tampoco hay atajo que permita prescindir de ello. 

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