Columna publicada el 22.05.19 en Diario Financiero.
Si no fuera por el daño a la fe pública, el escándalo
del INE y el IPC sería casi anecdótico. Son demasiados los fraudes, crímenes y
abusos que han explotado durante los últimos años en diversas instituciones de
la sociedad civil y del Estado, incluyendo algunas –como Carabineros y la
Iglesia católica- que gozaban de enorme credibilidad. Chile vive un progresivo
deterioro institucional, con claras consecuencias en términos de confianza
social (el reciente estudio de la UDD es elocuente: 81% de los encuestados opina
que nuestras instituciones sufren una crisis).
La interrogante, desde luego, es cómo llegamos a
este punto: poco tiempo atrás nos jactábamos de ser uno de los países más
probos del continente. Quizá parte del problema fue justamente cierta autocomplacencia;
esa pretendida superioridad que a veces impide ver aquello que se incuba frente
a las narices. En buen romance, tal vez las cosas nunca fueron tan inmaculadas
como creíamos. Pero este tipo de fenómenos rara vez se explican por un único
motivo, en este caso, esa eventual soberbia o ingenuidad. Usualmente concurre un
amplio elenco de factores, incluyendo causas inmediatas y otras de más largo
alcance. Por ello se requiere un tratamiento diferenciado de las diversas
situaciones (lo cual, dicho sea de paso, deja bien parados los mecanismos de
control interno del INE); pero también una reflexión acerca de aquellos
elementos más profundos y generales que inciden en el cuadro actual.
En ese sentido, conviene reparar en algunas tendencias en boga que no favorecen, o derechamente obstaculizan, la articulación de instituciones vigorosas. Por ejemplo, la difundida lógica de individuos soberanos, centrados de modo casi excluyente en su propio bienestar, reacios al sacrificio y a la acción colectiva. Se trata de un prisma menos tangible, pero muy relevante, en la medida en que apunta a la esfera cultural y a los procesos de larga duración. No hablamos de una cuestión puramente moral o antropológica, pues tiene efectos sociológicos y políticos. En rigor, hoy nos cuesta concebir –para qué decir cuidar– la mera existencia de asociaciones fundadas en propósitos vitales compartidos. No deja de ser paradójico que nos alarmemos con el deterioro de nuestras instituciones cuando a ratos ni siquiera aceptamos la posibilidad de una acción institucional. Basta recordar la resistencia que despertó una objeción de esa índole (y no sólo individual) en materia de aborto.
La dificultad para pensar en instituciones dignas de ese nombre no es exclusiva de nuestro país, sino más bien característica de cierto progresismo ambiente, poco consciente del marco más amplio en que se inserta el orden liberal. Ni Estado ni mercado son autosuficientes, sino que suponen ciudadanos honestos y un entramado social capaz de sustentarlos. Sin embargo, como ha señalado Pierre Manent, para muchos “cualquier referencia a la gente, ya sea la nación o la clase, dejó de ser respetable y se convirtió no solo en herética, sino también criminal”. Un diagnóstico aún más agudo es el que plantea en este ámbito el comentado académico de la Universidad de Notre Dame, Patrick Deneen, quien visitará nuestro país la primera semana de junio. Por momentos pareciera que las únicas realidades que vislumbran las corrientes dominantes son el individuo soberano (que no existe como tal) y la humanidad o el orden mundial abstracto (que tampoco existe como tal). Ahí, claramente, no hay futuro para las instituciones.