Columna publicada el martes 16 de enero de 2024 por El Líbero.

“No tenía claro que Zalaquett era lobista”, expresó la ministra Maisa Rojas después de verse involucrada en las reuniones organizadas por el exalcalde de Santiago. Una declaración de tintes similares fue hecha por el ministro Nicolás Grau, otro comensal de tales comidas, quien se justificó apelando a su inasistencia al curso de probidad de la Contraloría. Los demás involucrados, Carolina Tohá, Alberto van Klaveren, Jeannette Jara y Esteban Valenzuela, han optado por mantenerse en silencio. De esa manera, otro escándalo vuelve a remecer al gobierno.

El anglicismo “lobby” pretende aglutinar todas las actividades de promoción, defensa o representación de intereses particulares a personas con capacidad de decisión dentro del Estado. El objetivo es permitir el diálogo entre reguladores y regulados bajo estándares de publicidad y transparencia. El problema es que, ante escándalos públicamente conocidos (como Corpesca o SQM) el lobby ha adquirido mala prensa y con justificación. Por eso mismo, el caso Zalaquett ha sido un escándalo: figuras de gobierno reunidas con grandes empresarios en secreto sin notificación en la casa de un lobista registrado. La revelación de pagos realizados por la empresa de Pablo Zalaquett a la vicepresidenta del PDD, Natalia Piergentili, aumentan las dudas de lo que pasó efectivamente ahí.

En rigor, invitar a actores relevantes a este tipo de instancias no tiene nada de malo, dependiendo, por supuesto, de los cargos que ocupen. Que se reúnan personas vinculadas a la política y al mundo empresarial no incumple norma alguna. De hecho, puede ser valioso, sobre todo considerando lo difícil que se ha hecho el diálogo en nuestro país. Pero la situación cambia cuando los involucrados desempeñan funciones legislativas o ejecutivas, y se reúnen sin registro alguno regulados y reguladores. Aunque Zalaquett haya jurado que allí “no hubo lobby ni ninguna gestión de intereses”, los riesgos de intervención en la política aumentan en ese caso. Si el regulador se junta con el regulado sin hacerlo público, se convierte en un problema que afecta la independencia del primero; en este caso, a las principales carteras del Ejecutivo.

En ese sentido, y como era presumible, la estrategia del gobierno ha sido errática y terminó por complicarlo de sobremanera. La crítica a los empresarios por parte de sus figuras, la denigración de los políticos de la oposición y la condena a los políticos de los «treinta años» complica su justificación. Gran parte de la confusión se podía aclarar con una buena minuta redactada por los asesores del Ejecutivo. Un primer paso era admitir el error, asegurar la aplicación de sanciones correspondientes (hasta ahora nadie ha sido sancionado por ley de lobby) y reivindicar el diálogo público-privado entre todos los actores. Pero la divergencia interna y el fuego amigo, les impidió reaccionar como se requería. Aunque la administración Boric, por momentos, abuse de las minutas, parece que sólo son efectivas para desacreditar el proyecto político del adversario.

El gobierno de Apruebo Dignidad necesita contar con el respaldo de los empresarios si desea concluir su mandato de manera positiva. Para eso necesita diálogo y un lobby transparente, público y registrado. Solo a través de la colaboración pública privada, acuerdos y una agenda a futuro Chile podrá volver a crecer en oportunidades. Por imprudencia o candidez, lo que pudo haber sido un logro importante para el Gobierno se convirtió en un traspié amateur que se suma a la lista por parte de quienes nos gobiernan. Tal como ha pasado con todo lo que tocan.