Columna publicada el viernes 6 de octubre de 2023 por Revista Santiago.

A propósito del texto publicado esta semana por Roberto Careaga [Nadie dijo nada (o el murmullo que acalla la discusión)], el editor de la revista Punto y Coma plantea ciertos matices: “Se echa de menos, no cabe duda, un diálogo más fluido entre la universidad, las editoriales y los lectores, pero hay que comenzar por constatar y celebrar un corpus importante de libros que rescatan el canon e interpretan la historia y el campo de la literatura chilena”. Se mantiene a su juicio un “sistema de relaciones”, como diría Octavio Paz, gracias al trabajo que se hace en la academia (Cánovas, Rojo, Amaro) y editoriales como La Pollera, Tácitas o Ediciones UDP. Sin embargo, concuerda en el vacío en que caen muchos libros y se pregunta: “¿Cuánto pesan las amistades y camarillas a la hora de ocupar o atacar ciertas posiciones dentro del campo cultural? ¿Por qué ponemos tanta atención a las novedades editoriales —cayendo, de paso, en las más burdas lógicas del consumo— dejando pasar oportunidades para volver sobre cierto canon, aunque sea para ponerlo en cuestión?

El martes pasado, Roberto Careaga publicó en Santiago un ensayo en que lamenta la escasa (o nula) discusión que suscita, al día de hoy, la literatura. La tesis principal, que comparto, es que se publican muchos libros, pero se discute poco sobre ellos: “Ya no hay crítica literaria: desapareció entre los recortes de páginas que sufrió la prensa y cierres definitivos de suplementos culturales y revistas”. Y sí: hay poca crítica en los medios, especialmente en los de circulación masiva. Donde antes había comentarios semanales no solo de libros, sino también de teatro, música y artes visuales, hoy parece haber simplemente vacío. Matías Rivas lo dijo con algo de provocación hace un par de años, y fueron muchos los que se indignaron con sus frases, sin entrar mucho al fondo del asunto. El tema, sin embargo, parece ser más complejo: si uno escarba y busca en otros sitios, fuera de los medios tradicionales, algo de crítica hay, aunque sí mucho más dispersa y, a ratos, especializada.

Pero lo importante del diagnóstico de Careaga no tiene que ver solo con los pocos espacios para ponderar y comentar, sino también con la profundidad con que hoy se lee. Abundan, para el periodista de El Mercurio, los comentarios livianos, dichos al pasar en el pasillo o en un café. Mientras tanto, “la discusión literaria está congelada. No es solo que no tengamos suficiente crítica, sino que los libros caen en el vacío. No hay eco, no hay debate. No hay un espacio para que un libro como el de Zambra (Literatura infantil) encuentre un diálogo que lo discuta y lo sitúe en algún contexto”. Algo busca hacer la academia, pero sus ritmos más lentos y su tendencia a la hiperespecialización atentan contra esa conversación más general que Careaga echa de menos.

Esto sucede, además, en un escenario paradójico, pues la vitalidad del mundo editorial local no se detiene: además de los dos grandes grupos editoriales, que publican a muchos autores locales, traducen e importan libros, hay una densa red de editoriales independientes y universitarias con un trabajo abundante y de primer nivel que atiborra de novedades las librerías a una velocidad imposible de seguir. El problema, sin embargo, es mucho más pedestre que la dificultad para seguirle el ritmo a los libros que no dejan de aparecer: es que ellos, en su gran mayoría, pasan de largo sin pena ni gloria.

¿Qué se pierde cuando la crítica literaria desaparece? Al enunciar esta pregunta emergen dos dimensiones distintas de la crítica, una más académica o especializada, y otra más periodística o de difusión. Sobre la primera, cabe recordar una reflexión de Octavio Paz a propósito de este tipo de ejercicio intelectual. En uno de los ensayos de Corriente alterna, el Nobel mexicano aseveró: “Carecemos de un ‘cuerpo de doctrina’ o doctrinas, es decir, de ese mundo de ideas que, al desplegarse, crea un espacio intelectual, el ámbito de una obra, la resonancia que la prolonga o la contradice. Ese espacio es el lugar de encuentro con las otras obras, la posibilidad de diálogo entre ellas. La crítica es lo que constituye lo que llamamos una literatura y que no es tanto la suma de las obras como el sistema de sus relaciones: un campo de afinidades y oposiciones”. En cierta medida, la academia sí mantiene viva una parte de ese “sistema de relaciones”: libros como los de Grínor Rojo sobre la novela chilena, de Lorena Amaro o Rodrigo Cánovas sobre los escritos autobiográficos, las ediciones críticas sobre la narrativa de Marta Brunet, Manuel Rojas o Mariano Latorre contribuyen, con sus versiones anotadas y dossiers críticos, a situar ciertas obras en un espacio literario académico que, mal que nos pese, parece estar más amoblado que el descampado que lo rodea. En cierta medida, lo logra también el trabajo editorial que hacen La Pollera, Tácitas o Ediciones UDP al rescatar y compilar textos como los de Gabriela Mistral, Teófilo Cid, José Miguel Ibáñez o Jenaro Prieto, entre muchos otros. Se echa de menos, no cabe duda, un diálogo más fluido entre la universidad, las editoriales y los lectores, pero hay que comenzar por constatar y celebrar un corpus importante de libros que rescatan el canon e interpretan la historia y el campo de la literatura chilena.

Sin embargo, hay otra dimensión que subyace a la crisis de la crítica que es algo más difícil de abordar: hoy parece no haber espacio para el juicio estético ni para la defensa del gusto; nadie (o casi nadie) parece estar dispuesto a decir que tal o cual libro no vale la pena; las desavenencias en torno al arte o la belleza quedaron, aparentemente, en el pasado. La pérdida de legitimidad de los juicios estéticos es de larga data y atraviesa complejas discusiones filosóficas, pero tiene un correlato importante en el modo en que experimentamos y compartimos aquellas aproximaciones generales a toda obra de arte. Despreciamos la “crítica impresionista” que se daba en el siglo XX en los medios masivos y ahora nos quejamos de que la crítica literaria no entusiasma a nadie. Desterramos la posibilidad de celebrar o lanzar diatribas, y circunscribimos las lecturas a los claustros de especialistas, en que toda interpretación debe estar precedida de análisis científicos y metodológicos que interesan solo a un corro de convencidos.

No cabe duda de que la escasez de espacios para la literatura en medios masivos impide la conversación que, con cierta nostalgia, extraña Careaga. Él mismo apuntaba varias preguntas muy agudas acerca del campo literario actual. Hay muchas otras que se pueden plantear, e intentar responderlas es necesario para hacer un diagnóstico acucioso del estado de nuestra crítica: ¿cuánto pesan las amistades y camarillas a la hora de ocupar o atacar ciertas posiciones dentro del campo cultural? ¿Por qué ponemos tanta atención a las novedades editoriales —cayendo, de paso, en las más burdas lógicas del consumo— dejando pasar oportunidades para volver sobre cierto canon, aunque sea para ponerlo en cuestión? Como dijo el mismo Matías Rivas hace unos días, ¿por qué pasó el 50 aniversario de la muerte de Pablo Neruda en el más absoluto silencio mediático? O con respecto a los sucesos políticos de los últimos años, a propósito del interés que suscitó una obra como Limpia: ¿cuánto influyen las posiciones políticas a la hora de dar visibilidad a ciertas obras o autores? ¿Qué ha dicho la crítica académica —de cuya erudición y agudeza hay sobrados ejemplos— acerca del estado catastrófico de nuestra crítica y acerca del modo en que la literatura puede iluminar nuestro presente? Son preguntas que, complementando las que proponía Careaga, nos obligan a mirar la dimensión pública de la literatura, esa que hoy parece palidecer ante nuestras omnipresentes discusiones constitucionales y, sobre todo, ante la primacía de las redes sociales y la cultura audiovisual.

En medio de este páramo, ya no tenemos los atisbos de espectáculo que la crítica tuvo alguna vez: ya no queda ni la virulencia legendaria de Pablo de Rohka, las diatribas de Enrique Lafourcade ni los elegantes desmembramientos de Juan Manuel Vial. Quedan, como un testimonio de un tiempo pretérito, los ácidos y categóricos juicios de Patricia Espinosa, sindicada alguna vez como la crítica más temida de Chile. A ratos, los escasos espacios culturales parecen una vitrina de relaciones públicas que los medios destinan a ciertos autores o editoriales. Todo fotogénico, bien diseñado y buena onda, donde toda novedad vale la pena. El modo de salir del marasmo quizás comience por la posibilidad de decir que hay obras o autores que no la valen. Quizás alguien, de paso, se enoje por ello, por estar en desacuerdo, porque le tocaron una fibra sensible o le criticaron a su autor favorito. Y quizás alguien, en el mejor de los casos, responda. Eso ya sería, sin duda, una buena noticia.