Columna publicada el domingo 10 de septiembre de 2023 por La Tercera.

El ambiente miasmático de nuestra política se alimenta del juego de máscaras, mentiras y farsas en que se ha convertido. Es imposible que haya acuerdos entre tantos simuladores, pues casi todos juegan dobles juegos, y ningún tejo apunta adonde quiere llegar. Nuestra república se ha vuelto un reino de la mentira, y necesita la dura medicina que Agustín de Hipona le ofreció a Roma.

Algo relevante para comenzar a disipar tanto humo es reconocer que nuestra izquierda gobernante tiene, en buena medida, ideales revolucionarios reñidos con la democracia moderna. Esto es evidente en el caso del Partido Comunista, que insiste en defender a Norcorea, Cuba, Venezuela o Nicaragua. Basta presionarlos un poco para que encomien la farsa autoritaria del “centralismo democrático”. Sin embargo, la ideología de gran parte del Frente Amplio, aunque confusa, tiene también un fuerte componente revolucionario, que mezcla nociones salvíficas pseudocristianas -el abollado pelagianismo de RD- con la herencia borrosa de los otros derrotados del 88 (fuera del PC): mirismo, frentismo y lautarismo. Los amigos de los fierros. Nunca debe olvidarse el hecho de que el Presidente Gabriel Boric se educó políticamente en el autonomismo creado por la SurDa, emanada a su vez de los restos del MIR a comienzos de los 90, cuando los Grupos de Acción Popular (GAP) decidieron insistir con las poblaciones, mientras que los SurDos se la jugaron por los estudiantes como sujeto histórico. Ninguna damnatio memoriae neopelagiana contra Carlos Ruiz por su caso de violencia doméstica puede borrar esta historia.

El estallido social dejó en evidencia que, en lo que toca a la revolución mediante todos los medios de lucha, esta nueva izquierda “lo haría de nuevo”. Defendieron y legitimaron el violentismo callejero. Usaron el caos como escalera. Humillaron y difamaron a carabineros y militares. El PC intentó usar al INDH como un ariete para derribar al gobierno democrático de Piñera. Y aunque Boric haya participado del acuerdo de noviembre -París vale una misa-, volvió a las tesis octubristas en la primera vuelta presidencial, volteando chaqueta en segunda (¿París vale diez misas?). La demencia odiosa de la Convención y el talante autoritario de casi toda su izquierda nos lo regaló. La incapacidad de la nueva izquierda de aceptar la legitimidad democrática de la derecha en el nuevo proceso nos lo confirmó.

A estas alturas el Presidente ha ofrecido tantos homenajes insinceros -¿Paris vale cien misas?- que cuesta distinguir los reales. Pero ahí están su proclamación como heredero de Miguel Enríquez, su peregrinaje hacia Palma Salamanca y sus loas frenéticas para Guillermo Teillier. Todos amigos de los fierros. Todos admirados honestamente por Boric.

El odio a la Concertación, ahora escondido bajo la alfombra -¿Paris vale mil misas?- se entiende perfectamente una vez que logramos ver que al Frente Amplio lo seguía y lo sigue impulsando la frustración de los derrotados del 88. Sin embargo, es una frustración sin programa claro. Por eso se la jugaron por ser la suma de todas las rabias: de ahí su deriva identitaria sin quilla. Lo único que tienen claro es que la revolución les sigue pareciendo un ideal legítimo, aunque no sepan muy bien cómo llevarlo a la práctica en el presente.

Finalmente, la obsesión con establecer el anacronismo de que cualquiera que haya apoyado o defienda el golpe de Estado de 1973 defiende también las violaciones brutales a los derechos humanos cometidas por la dictadura obedece simplemente a un deseo de condenar la contrarrevolución sin hacer lo mismo con la revolución. Pero es una tontera: la contrarrevolución sigue a la revolución como la sombra al cuerpo. Luego, es imposible un compromiso serio, al mismo tiempo, con proteger la democracia y con abrazar el ideal revolucionario. Quien ama la democracia trabaja para evitar tanto la revolución como la contrarrevolución. Crecimiento via mercados y redistribución vía Estado, aunque tensen y configuren la oposición entre derechas e izquierdas democráticas, son dos palancas de un mismo mecanismo histórico, que excluye a los amigos de los fierros, y también a sus admiradores. Y no hay misa que lo arregle.