Columna publicada el 30 de agosto de 2023 en El Líbero.

Diversas voces han advertido que el éxito del proceso constitucional actual depende de si este es capaz de producir un pacto entre clases y una tregua en las élites. Por lo mismo, un acuerdo entre expertos era un buen punto de partida, pero no bastaba por sí solo para vincular a la ciudadanía con la propuesta. De hecho, el proceso siempre ha sido mirado con escepticismo por la ciudadanía, que hoy tiene otras prioridades. La breve etapa de deliberación de los consejeros debe servir sobre todo para generar el vínculo con la sociedad –el pacto de clases–. No debiera sorprendernos que las distintas bancadas presentaran enmiendas en esa dirección, sobre todo en materias sensibles, como sistema de pensiones, salud o educación. El balance entre los dos objetivos propuestos es delicado: un exceso de tregua elitaria puede terminar rompiendo el pacto de clases y viceversa.

Dado el frágil equilibrio, la enmienda propuesta (y aprobada en comisión) por las derechas para incluir al rodeo chileno y la cueca como emblemas nacionales parece un camino equivocado. Para hacer una crítica justa, debemos dejar de lado la comparación entre este proceso y el de la Convención, en el cual se llevó a cabo un festín identitario que hasta acá no ha existido ni remotamente. No es esa la prevención que me gustaría hacer.

Al decir que se trata de un error lo pienso en, a lo menos, dos sentidos. Por una parte, es un error estratégico abrir las votaciones con una materia que genera poco consenso, sin ser parte de la médula ideológica de ninguno de los sectores. Aunque la cueca y el rodeo son contenidos laterales de una Constitución, se crispa el ambiente innecesariamente, a la vez que facilita el trabajo de quienes buscan ridiculizar la posición de esas mismas derechas que la promovieron.

Esto nos lleva al error político. Parece más razonable guardar energía para las discusiones donde los desacuerdos son más relevantes de cara a la ciudadanía, al pacto de clases. Pese a la necesidad de marcar un contraste con lo que defendió una parte de la Convención (el que se acabe Chile y las banderas negras que acompañaron al proceso), no es conveniente recargar la Constitución de guiños. Estos terminan generando más motivos para estar en desacuerdo, junto con inmovilizar demasiados símbolos patrios, que por su naturaleza pueden ir variando en el tiempo.

Nada de esto implica desatender que las derechas tienen una mayoría en el Consejo, y que tienen la atribución legítima para plasmar en el texto –con prudencia y sin maximalismos– las ideas que defendieron en campaña. Sería utópico suponer que los ganadores del 7 de mayo se limiten a una mera ratificación del anteproyecto de los expertos.

A pesar de eso, la línea entre gesto y gusto es tenue y hay que saber cuidar al máximo la posibilidad de un consenso transversal. Ahí radica la dificultad de construir una tregua para el sistema político. Una vez que pase este proceso y volvamos a la política común, todos deberán sentir el texto como propio. Si en algo cabe aprender de la fallida Convención es que el clima político cambia rápido y las expectativas tienden a defraudarse rápidamente.

Dado que la ventana para resolver nuestro conflicto constitucional no estará abierta más allá de este año, haríamos bien en extremar los esfuerzos para producir un proyecto viable. No se trata del consenso por el consenso, sino de generar puentes que permitan salir del atolladero en que nos encontramos antes de que sea demasiado tarde. La ciudadanía, el proceso constituyente y el próximo ocupante de La Moneda lo agradecerán.