Columna publicada el 2 de julio de 2023 en La Tercera.

Es un principio del derecho que nadie puede aprovecharse de su propio dolo. Es decir, que un acto ilegal o inmoral no puede reportarle beneficios a su autor. Por ejemplo, si alguien firma una deuda con un nombre falso, no puede luego desconocerla ante tribunales para eludir el pago de la deuda. Lamentablemente, este principio no opera de la misma forma en el ámbito de la política: el aprovechamiento olímpico de la propia culpa es moneda corriente entre los políticos chantas y sus espadachines.

El caso de “Democracia Viva” es, en este sentido, de manual. Todo indica que estamos en presencia de graves actos de corrupción por parte de militantes de izquierda pertenecientes a la élite del partido Revolución Democrática. Parece haber sido usada la fachada de una organización de la sociedad civil para apoderarse de recursos supuestamente destinados a los más pobres y necesitados de la sociedad. Esto se habría logrado mediante la coordinación ilícita entre un funcionario del gobierno y uno de dicha fundación para obtener una gran suma de dinero por vía de asignaciones directas -que no son lo normal en estas relaciones institucionales- parceladas de tal modo que pasaran bajo el radar de la Contraloría de la República. Ahora se investiga si este modelo de fraude estaría operando en otras regiones.

Todo esto es una vergüenza para la izquierda joven que asaltó el poder alegando la belleza de sus propias almas. Sin embargo, miembros de esa misma izquierda pretenden obtener ventajas políticas de la situación. La versión más ridícula de esta pretensión es la del diputado Gonzalo Winter, quien alegó, en una entrevista, una suerte de inevitabilidad de la corrupción en los partidos que alcanzan cierto volumen. Lo dicho por Winter es un llamado a hacer la vista gorda respecto al abuso de poder y replica de manera exacta, aunque en otras palabras, el meme de “¿Cómo quieren que no lo robemos todo?”. Lindo final para un “luchador social”.

Pero el rostro más peligroso del aprovechamiento del propio dolo por parte de la nueva izquierda es su renovado ataque contra la sociedad civil. No han sido pocos quienes aducen que el verdadero origen de este aparente fraude sería la colaboración de instituciones civiles con el Estado. Es decir, una de las consecuencias institucionales del principio de subsidiariedad. Alegan que la culpa es de los privados, a pesar de que el modelo de defraudación exige como pieza clave que un agente del gobierno apruebe traspasos directos irregulares y los parcele para evitar los controles administrativos.

Entre estas voces olímpicas destaca el sociólogo Carlos Ruiz Encina -con su eco en la Fundación Nodo XXI- quien afirmaba hace no mucho -cuando el activismo de izquierda parecía tener el sartén por el mango- que la sociedad y sus organizaciones debían jugar un rol central en las decisiones y la administración del Estado, pero que ahora alega, en un arrebato absolutista post derrota electoral y política, que la sociedad contamina la burocracia estatal y que lo ideal es que el Estado se haga directamente cargo de todas sus operaciones.

En tanto, el Contralor de la República Jorge Bermúdez, que siempre ha sido enemigo del principio de subsidiariedad -tal como el debate del 2018 respecto a las instituciones de salud cristianas vinculadas a la red pública dejó en claro- vuelve con su agenda intentando congelar el traspaso de recursos estatales a todas las organizaciones de la sociedad civil, humillándolas por igual en vez de hacer bien su trabajo y operar en base a indicios sospechosos. El primero en la lista de afectados es Bomberos de Chile, la institución que cuenta con la mayor confianza ciudadana.

Toda esta narrativa de “Estado bueno, privados malos” se despliega, además, desde adeptos a un gobierno que prometió reducir el número absurdo de cargos de confianza del Presidente, manantial de clientelismo partidista, y que no ha cumplido. Y no sólo no ha cumplido, sino que ha contratado un enorme número de personas para labores dudosas en el Estado, dejando en claro que el aparato administrativo está peligrosamente indiferenciado de los amigos y clientes del gobierno. ¿Por qué no tomar ese problema en serio?