Columna publicada el 23 de julio de 2023 en La Tercera.

Todo hecho social es una mezcla de realidades e ideaciones. Los mismos hechos son valorados de manera muy distinta por diferentes comunidades de sentido. Estas significaciones, que muchas veces nos hacen perder de vista las realidades concretas referidas, son parte fundamental del trabajo político. El político administra instituciones, pero lo hace en nombre de visiones que legitiman –junto con los resultados- esa gestión y, en democracia, le abren la puerta a su cargo. Luego, la tensión entre hechos y representación es parte irreductible de la vida política.

Los políticos y los activistas, eso sí, notan al poco andar que la representación tiene un poder que puede opacar el de los hechos. La pluma es más poderosa que la espada, entre otras cosas, porque la imaginación no conoce medidas. Todo lote maneja un aparato comunicacional que lucha por imponer una visión mediática, a la vez que acusa a los demás de intentar hacer lo mismo. De ahí el famoso “minuteo”: la coordinación del discurso entre actores políticos mediante pautas (minutas) que buscan inclinar la interpretación de un fenómeno hacia sus intereses.

Sin embargo, los hechos tienen una densidad que le falta a los discursos. Son porfiados. Y una cosa es hacer política luchando por hacer ver el vaso medio lleno o medio vacío según convenga, y otra es hacerla desde la falsificación descarada de la realidad. En este segundo caso se adquiere con el mundo una obligación ineludible. Tal como lo señala el científico honesto en la serie Chernobyl, cada mentira es una deuda que adquirimos con la verdad, y que tendremos que pagar algún día.

Lamentablemente, desde hace varias décadas viene validándose, entre las clases que viven de dominar discursos, la idea de que la realidad es simplemente discursiva. Y que en política, por lo tanto, no existe la mentira.  Sería el poder, la hegemonía, la que dicta los hechos. El mundo sería una gran minuta.

Tal como señala el escritor Martín Caparrós en su columna “Argentina, el país que se cree dulce de leche” (El País), nuestros vecinos trasandinos naufragaron bajo esa máxima. Un poder sostenido en una brutal red cleptocrática, mafiosa y clientelista se viste a sí mismo de santo. Demanda votos por servicios sociales y premia a sus matones leales. Pero siempre hablando desde el lugar de la víctima, de los pobres. Pobres que su gestión ha multiplicado.

En Chile, mientras tanto, hemos sufrido una intoxicación discursiva, que incluso llevó al poder a dirigentes universitarios que piensan que la política es declarativa. Pero el manto de consignas repetidas hasta el cansancio lleva ya un tiempo disolviéndose. Y los intereses mundanos que muchas veces cubren van saliendo a la luz.

El exceso de muertes en Chile fue uno de los menores del mundo durante la pandemia. Nunca hubo un centro de tortura en Plaza Baquedano. El manifestante no fue arrojado intencionalmente al rio por un carabinero. El estudiante Josué Maureira no fue agredido sexualmente por policías. Chile no es el país más desigual del mundo (ni de Latinoamérica). Las propuestas de los representantes indígenas de la Convención casi no tuvieron apoyo indígena. Las propuestas regionalistas fracasaron en regiones. El fin de la selección escolar no aumentó la calidad (nunca hubo “efecto pares”), sino lo contrario. La gratuidad universitaria siempre será regresiva, en la medida en que no se supere la brecha previa de analfabetismo funcional. La previsión de reparto tiene bajísimo apoyo. El estándar de probidad del Frente Amplio no es mejor que el de ningún otro conglomerado político. Y el Estado no administra mejor que los privados ni mira más al bien común, como ha dejado en claro el escándalo de la Universidad de Aysén.

Los hechos que se están abriendo camino no militan. No se les puede detener con verdades oficiales. Si los recibimos con honestidad, limpiarán la opinión pública y permitirán forjar nuevos objetivos y acuerdos nacionales. La izquierda chilena, a diferencia de la Argentina, no logró convertir a la mayoría del país en sus clientes, por las buenas o por las malas. Sus consignas pasaron la fecha de vencimiento, y no podrán reetiquetarlas. El día del pago viene llegando.