Columna publicada el domingo 11 de junio en La Tercera.

 

Ya es evidente que la nueva izquierda, que se hizo fuerte protestando contra todo, no tiene realmente un proyecto alternativo ni en educación, ni en salud, ni en pensiones, ni en cualquier otra área. Su visión del desarrollo, una vez expuesta, son lugares comunes estatistas de los años cincuenta. Fuegos artificiales criptocepalianos disfrazados de cohetes lunares mazzucatianos. Tampoco, como la previsible crisis sanitaria en la que estamos entrando muestra, tienen idea alguna de gestión. De hecho, parecieran no haber sabido que existía el invierno. 

 

Lo que esta nueva camada de políticos de izquierda tiene montado, su verdadero giro, es una empresa política basada en la experta explotación de la queja, el victimismo y la protesta. Son una cooperativa de grupos de presión ansiosos de capturar el poder y repartírselo. Algo cuyo rostro desnudo pudimos ver de frente en la Convención Constitucional descuartizada por los activistas plañideros.

 

Por supuesto, no creo que su plan original fuera terminar así. Detrás de la nueva izquierda hay muchas personas honestas, inteligentes y trabajadoras. Pero las formas institucionales pesan más que las voluntades y las capacidades individuales en la determinación de los resultados. Están presos de su “modelo de negocios” político.

 

¿Cuál es ese modelo? El de la política universitaria de izquierda, pero escalado al plano nacional. La política universitaria es declarativa, no ejecutiva. El máximo desafío logístico de las federaciones estudiantiles es organizar un paseo y editar una agenda. El resto del tiempo emiten opiniones y solidarizan con indignados varios. De esta forma operan en red con muchas PYMES de protesta, que pretenden monopolizar mediáticamente la representación de algún grupo vulnerable.

 

El discurso identitario le viene como anillo al dedo a la vanguardia universitaria, pues fondea el (para ellos) incómodo tema de la clase social y opera como un gran paraguas multicolor de causas. Las tesis de “Hegemonía y estrategia socialista” de Laclau y Mouffe son un producto del campus para el campus: ante el derrumbe de los socialismos reales, los universitarios podían imaginarse como la última gran vanguardia de un pueblo inventado por ellos mismos.

 

Es muy importante que el corazón de esta nueva izquierda sea la universidad. Esperan reeducar a la sociedad a partir de ella. Con ese objetivo, primero, toman control ideológico de las facultades. Y, luego, tratan de que todos pasemos por ellas. Se comienza, obviamente, por humanidades y ciencias sociales. ¿Alguien notó que las cartas de apoyo a la Convención Constitucional y a la candidatura de Gabriel Boric estaban firmadas por casi la totalidad de los profesores de varias facultades de ésas áreas? Muchas de estas facultades se han vuelto meros centros de propaganda, con “especialidades” cuya función es reproducir algún activismo identitario. Los profesores que no agachan el moño son perseguidos y apartados.

 

El siguiente objetivo es inflar la matrícula de estas carreras, que tienen dudosa proyección laboral, así como extender su influencia a las demás facultades mediante cursos electivos y “asesorías” en asuntos identitarios. La visión de la gratuidad universitaria es la de una sociedad reeducada por la política universitaria. Finalmente, los egresados son cosechados como militantes, y la rabia contra deuda universitaria los mantiene dispuestos al voto y a la acción (“ya viene el perdonazo”).

 

Una máquina de poder como la descrita no puede sino corromper todavía más el Estado cuando lo ocupa, pues su preocupación central será no servir a la sociedad extrauniversitaria, sino “enseñarle”. Llenarán el aparato estatal de asesores identitarios –que por fin tendrán pega- y se dedicarán a extender su influencia a cada rincón. Sin visión de país ni capacidad de gestión alguna, porque lo suyo es “hegemonizar”, no gobernar. En nombre de las víctimas, se sirven a ellos mismos y a sus trenzas de poder. Y lo único que realmente saben hacer es repetir la consigna. Un  gran ejemplo es cuando, siendo Presidente de la Convención Constitucional, le preguntaron a Elisa Loncón qué opinaba de la autonomía del Banco Central y ella respondió “ojalá fuera plurinacional”.