Columna publicada el viernes 7 de abril de 2023 en El Mercurio.

El Estado liberal y secular moderno depende de supuestos que él mismo no puede garantizar. Así reza una tesis hecha célebre hace unas décadas por el jurista alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde. Es una tesis que reaparece con frecuencia en las discusiones sobre política y religión. Nuestro orden no es capaz de generar las ideas de dignidad, reconciliación o comunidad de las que en algún sentido él mismo depende.

 

Pero en Viernes Santo puede ser bueno detenerse de modo especial en uno de esos supuestos de la vida en común: el perdón. Sin él quedamos como amarrados de por vida a las consecuencias de un acto. Este es, sin duda, parte de nuestro mal presente. No se trata de una observación nueva, desde luego, y Hannah Arendt ha escrito de modo elocuente sobre cómo la continuidad de nuestra vida en común pasa por fenómenos como la promesa y el perdón. Este, por otra parte, no supone hacer como que nada ha ocurrido. El perdón es compatible con el castigo y la corrección. Pero es un acto indispensable si en algún sentido se quiere vivir juntos.

 

Y ocurre que el perdón, que nunca es fácil, se ha vuelto particularmente cuesta arriba en la cultura identitaria del presente. No hay mucho lugar para perdonar si somos clasificados en grupos de víctimas puras o transgresores monstruosos. En las relaciones humanas es la víctima quien concede el perdón, y no es fácil imaginarnos hoy planteando semejante exigencia a las víctimas. Pero sin el perdón se refuerza precisamente una identidad centrada en la condición de víctima o victimario. Se habla a veces, y con razón, de los rasgos religiosos de la política identitaria. Pero esta es una religión muy especial; sin Dios, pero también sin perdón.

 

La ausencia de perdón contrasta, por otro lado, con una omnipresente exigencia de arrepentimiento. Se exige arrepentimiento público por lo hecho y lo dicho en el pasado. Una palabra mal escogida en redes sociales, aunque fuere mucho tiempo atrás, puede arruinar hoy una carrera. Esto se agrava, además, por el acelerado cambio de contenido en el credo aceptable y por el hecho de que en internet no hay olvido. Esta continua exigencia de arrepentimiento, sin un horizonte de perdón que la acompañe, puede ser el rasgo espiritual más asfixiante de nuestra actual situación cultural.

 

Si como también notaba Arendt, Jesús de Nazaret fue “el descubridor del papel del perdón en los asuntos humanos”, debemos preguntarnos por la capacidad de ese descubrimiento para subsistir sin la raíz de la que nació. Porque después del victimismo castigador, que no conoce el perdón, el péndulo bien puede moverse hacia algo más horrible aún: una moral del culto a la fuerza, sin interés alguno por las víctimas o los débiles. Es buen momento, en cualquier caso, para hacernos las preguntas más hondas respecto de cómo detener el ciclo eterno de provocaciones y retribuciones.