Columna publicada el jueves 9 de marzo de 2023 por Ciper

Ese gesto tan chileno de poner apodos pareciera ir en contra de la corrección política que abunda entre nosotros. Nombrar a las personas a partir de un rasgo peculiar, un defecto físico, una obsesión o una anécdota quizás humillante se opone a esa corriente que ve ofensa y ultraje a la vuelta de todas las esquinas. En Purranque, sin embargo, primera obra de Cristián Oyarzo (1974), abundan los personajes a los que se identifica, con humor o familiaridad, desde el sobrenombre. Así, el tío Ocho Mil, la «abuelita kuchen», el finado don Machi o el mismo protagonista entran en escena desde unas señas de identidad bien específicas. En palabras de este último, «Purranque me empezaron a decir los amigos apenas se enteraron de que provenía de ese pueblo del sur. El apodo pegó, creo, porque iba acorde con el pelo largo que usaba antes, cuando enseñaba lengua mapuche».

Esta novela está construida a partir de breves estampas y escenas en las que Purranque vuelve constantemente sobre su infancia en el sur de Chile y sobre su vida adulta en Santiago. Cristian, el protagonista, es hijo de un campesino que trabaja para los colonos alemanes de la zona, a quienes retrata con una rabia sutil hecha de murmullos, enojos aplacados y anécdotas mínimas que dicen lo suficiente sobre un mundo construido sobre la desigualdad y el privilegio. Sin embargo, esa cancha dispareja no es exclusiva de lo rural: varios años después, ya instalado en la capital y tras estudiar en la Universidad de Chile, el protagonista también experimentará el desengaño, cuando el mérito y el trabajo arduo se deban enfrentar a las estructuras vetustas de una institución en la que campean las distinciones entre académicos y funcionarios, o entre personal contratado y los precarizados profesores-taxi.

Si bien en abstracto el libro podría estructurarse en torno a los lugares comunes de cierto hipsterismo capitalino —profesor de Literatura que participa en un taller comunal de lengua mapuche y que pedalea con su novia ciega en una bicicleta doble por las calles de Ñuñoa—, Oyarzo logra alejarse de esos estereotipos: el suyo es un relato cuidadoso en la construcción de un sujeto de provincia trasplantado a la capital, bueno para la pelota y capaz de observar la ciudad que habita con simpatía y cariño. En ese sentido, la perspectiva del protagonista es uno de los puntos altos de la obra, pues equilibra en una narración sencilla los vaivenes de una vida que, a pesar de toda dificultad, siempre parece tener el vaso medio lleno.

La lengua mapuche juega un papel importante en Purranque. No es solo parte de las anécdotas del protagonista, quien participa en el mentado taller de barrio o que entabla conversaciones con los transeúntes que llevan encima algún signo de dicho pueblo —tan presente en el Santiago posterior al estallido—, sino que es, sobre todo, un modo singular de conocer el mundo. Como buen lingüista, Oyarzo explica las diferencias gramaticales que distinguen al mapudungun del castellano en sus matices verbales o en su modo de organizar las frases, e incluye breves episodios escritos en esta lengua y traducidos a pie de página que contribuyen a dar cuenta de la coexistencia entre dos lenguajes que implican, a su vez, dos visiones de mundo. Esta convivencia, sin embargo, no se da en un plano de exclusión y oposición, sino de diálogo y afinidad que se traduce en el modo de relacionarse con la Naturaleza y el entorno.

A pesar de destacar esa convivencia entre realidades culturales distintas, de la sutileza con que expresa la pobreza y la miseria cotidiana, y aunque el humor aparezca en diversos episodios de la obra, Purranque no saca el dedo de algunas llagas profundas, difíciles de olvidar. Como, por ejemplo, cuando habla de las memorias de Emilio Held Winkler, colono y prohombre de la zona de Purranque que se muestra orgulloso de su gestión a cargo de la comuna. Sin embargo, nos dice el narrador, «las memorias de Emilio Held no dicen nada sobre los Raymilla, Nawuelchew, Treymun, Wentrutripay, Miarikawin, Kintullangka, Payllalef, Rawke, Lefian, Konapil, Keypul, Kintrikew, que vivían desde siempre en esas tierras. […] La memoria de Pu Rangküll pide a gritos ser reescrita. De punta a punta». Esta no es una obra de protesta ni de denuncia, pero el protagonista señala ciertas injusticias sin complacerse en lamentaciones que podrían desviar la atención de lo principal, que es la experiencia del protagonista en su infancia rural y su adultez santiaguina.

En su fragmentación y brevedad, Purranque logra dar cuenta de un punto de vista singular y cotidiano, donde el protagonista habita la ciudad y el campo sin enfrentar escenarios tan disímiles, sino integrándolos en su experiencia personal. A su vez, ese tono optimista o desenfadado con que, a pesar de las dificultades, se observa a sí mismo y a su entorno es original. Esta primera publicación de Cristian Oyarzo es, a fin de cuentas, una obra ligera y delicada, cuya aparición cabe celebrar.