Columna publicada en La Tercera, 20.01.2018

Así se ha descrito a Francisco, y su reciente visita a nuestro país permite entender por qué. Por de pronto, defraudó a quienes esperaban un rockstar sujeto a los parámetros de la sociedad de masas. Aunque exageran quienes denuncian poco interés por sus actividades (¿cuántas veces al año se reúnen 400 mil personas en el Parque O’Higgins? ¿Qué instancias de índole reflexiva podrían convocar a tantos jóvenes un miércoles de enero? ¿No bastaría una asistencia mucho menor para tener por exitosa una movilización estudiantil?), es indudable que el viaje del Papa Bergoglio no pasará a nuestra historia por las grandes aglomeraciones. Lo que nos dejó Francisco fue más bien una serie de gestos y mensajes inspirados por la Fe. Ellos pueden resultar extraños bajo nuestros criterios habituales, pero confirman el tipo de inquietudes que mueven al actual Obispo de Roma.

En rigor, no es fortuito que su acto más emotivo y lleno de simbolismo haya sido en una cárcel de mujeres. En principio no tiene nada de extraordinario constatar el drama que día a día experimentan las personas que viven ahí. Salvo, claro, que los chilenos solo nos acordamos de ellas cuando se produce un incendio u otra catástrofe semejante. Francisco logró convertir en noticia nacional, aunque fuera por pocas horas, la situación de quienes se han vuelto invisibles ante nuestras curiosas prioridades políticas y mediáticas. Si esto no logra remover nuestras conciencias y conducirnos a mirar el Chile profundo, el problema claramente no es del Papa.

El desajuste entre nuestras preocupaciones y las de Francisco también puede contribuir a comprender sus palabras en la Araucanía. Después de todo, tampoco parece muy sofisticado reivindicar el diálogo, condenar la violencia y recordar la relevancia de nuestros pueblos originarios en la configuración de la chilenidad. Pero hay un pequeño detalle: los habitantes de este país ubicado al fin de mundo hasta ahora hemos sido incapaces de conjugar esa tríada elemental de un modo virtuoso. Si de verdad queremos superar las enormes dificultades que experimenta esa región, acá hay una guía sensata. Cuando muchos esperaban frases altisonantes, Francisco -de nuevo- simplemente subrayó lo esencial.

Ahora bien, sencillez y sentido común no implican ligereza intelectual. Quizás los más desconcertados con la visita de este Papa fueron quienes asumieron a priori tal defecto, de seguro influidos por su lenguaje llano y amigable a la hora de hablarle al ciudadano común (retórica que tuvo su expresión más notable en Maipú). Basta revisar sus palabras en la Universidad Católica para advertir que su mensaje se apoya en sólidos argumentos. Ahí Francisco no solo respaldó el actuar del rector Sánchez en la defensa de la identidad de esta casa de estudios, sino que ancló ese respaldo en la imperiosa necesidad que tiene nuestro mundo, cada vez más fragmentado, de recurrir a múltiples lentes y perspectivas al momento de estudiar la vida social (de ahí la pertinencia del regalo de la UC al Papa: una selección de textos de Pedro Morandé, el intelectual chileno que tal vez ha encarnado más firmemente esa aproximación durante las últimas décadas).

En este contexto, no debiera sorprendernos demasiado que Francisco decidiera correr el riesgo de terminar su gira en un lugar difícil de llenar, o de marcar un contrapunto ante el caso del obispo Barros. Aquí quizás se equivocó -y Barros en su fuero interno sabe si es así-, pero el Papa argentino privilegió posicionar los aspectos centrales de su mensaje. Y así como éste obliga a tomarnos en serio el bienestar de los migrantes, difícilmente podría ser compatible con los linchamientos públicos, por justificados que resulten a nuestros ojos.

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