Columna publicada el viernes 19 de agosto de 2022 por Ciper.

A sólo un par de semanas del plebiscito, el tono que ha adquirido la discusión de campaña nos lleva a pensar que estamos a punto de jugarnos todo nuestro futuro personal y social, pero olvidamos las raíces de la fractura social que inició este proceso. Las demandas colectivas que se hicieron patentes en octubre de 2019 no se agotan en lo constitucional. Y ante la posibilidad cada vez más cierta de que la propuesta de la Convención fracase —el eventual triunfo del Rechazo no sería otra cosa que la consumación de esa derrota—, debemos preguntarnos por qué el asunto de la Ley fundamental ha sido tan esquivo, tan imposible de cerrar —o, al menos, de apaciguar de una manera más o menos razonable— en el Chile de la posdictadura.

La pregunta desborda con creces cualquier intento de respuesta breve. Creo, sin embargo, que podemos analizar una de sus dimensiones: la legitimidad de nuestro pacto social. A 42 años de su promulgación (y 17 desde la firma de Ricardo Lagos a sus muchas reformas), la Constitución vigente no ha terminado de generar adhesión ni legitimidad. Era una dificultad que se conocía desde el inicio de la transición, y que fue manifestándose durante los años con diferente intensidad o fisonomía. Entre 1989 y 2005 pareció, incluso, que esta se iba solucionando progresivamente, y que la sociedad chilena iba a lograr hacer propio ese texto.

Pero, al fin, el fracaso de la Constitución de 1980 iba a ser definitivo. Es posible encontrar un hilo conductor, un olvido constante, que tal vez ayude a explicarlo.

La ‘legitimidad’ es una noción muy disputada, pero podemos definirla como una forma de confianza, que hace que atribuyamos a una persona o una institución la facultad de conducir nuestros cursos de acción. Normalmente, en política dotamos a los hitos electorales de la característica de señalar quién posee esa legitimidad para dirigirnos. Es lo que sucede con el Presidente de la República o los parlamentarios democráticamente elegidos por la ciudadanía.

Sin embargo, tal noción, anclada sólo en una mirada procedimental, parece demasiado estrecha para los problemas e interrogantes que hoy vivimos. Si el mecanismo bastara por sí solo, las reformas de Ricardo Lagos o la propuesta de la Convención Constitucional habrían podido contribuir a generar un acuerdo social que el país considerara propio. Pero ya vemos cómo no han logrado reducir ni sanar nuestras fracturas de manera tal de proyectar esos acuerdos con eficacia en el tiempo. Es como si faltara un calce más preciso entre la sociedad y sus instituciones; un ajuste que el puro procedimiento no logra captar. De algún modo, la Propuesta de nueva Constitución (PNC) que estamos a semanas de votar se ha sumado a una secuencia de intentos fallidos por interpretar a cabalidad los múltiples matices existentes en el país, sus expectativas y modos de vida; de manera tal de articularlos en torno a un texto que sirva como base para el funcionamiento de la política.

Y es por eso que hoy estamos en la situación en la que estamos.

Quizás, para comenzar a salir de nuestro atolladero pueden servir las palabras del historiador francés Ernest Renan, quien decía que la nación era «un plebiscito diario»: una elección permanente en la cual se pueden encontrar motivos de pertenencia. Esta última idea rescata la naturaleza procesual de nuestra vida en común, su condición siempre inacabada. Frente a la, a veces, excesiva atención por la posibilidad de un nuevo comienzo —una hoja en blanco desde la cual refundar nuestro pacto social, un hito desde el cual empezar de cero—, esta noción amplía no solo el modo en que entendemos la confianza en las instituciones sino también el vínculo de los ciudadanos entre sí y con los distintos sistemas en los que se organiza la sociedad. Es un enfoque que quizás parezca hace perder de vista el tiempo normal, con sus vaivenes y su natural aburrimiento. Sin embargo, es precisamente en esa operación cotidiana donde se prueba la eficacia de las instituciones, sus límites y ventajas, y se incuba la posibilidad de ajustarlas.

No existe comienzo perfecto, aunque es innegable que hay comienzos mejores que otros. La Convención, por ejemplo, se encargó de demostrarnos que la lejanía entre sistema político y ciudadanía podía aumentar todavía más. Su comienzo no logró concitar el apoyo indispensable para ser eficaz —pienso en la ceremonia de instalación, en los gags frecuentes durante las discusiones, en la grandilocuencia y las propuestas disparatadas en comisiones—, hasta hacer que muchos hayan decidido rechazar su propuesta constitucional.

Por otra parte, el foco exclusivo en ese ritual de los comienzos pierde de vista que el paso del tiempo altera las condiciones de funcionamiento, aumenta el desapego y requiere ajustes diferentes a los pensados al inicio.

El «plebiscito diario» del que hablaba Renan no tiene por qué buscar un acuerdo ficticio, edulcorado, ni un «abrazarnos para no soltarnos» (como si fuera posible una vida en sociedad exenta de conflictos, diferencias, disputas abiertas o heridas flagrantes a las cuales abocarse). Por el contrario, supone encontrar razones para confirmar en el tiempo el nexo que nos une entre ciudadanos y con la organización social. Esto no sucede solo a nivel explícito y racional: ningún contrato social se sostiene solamente sobre un catálogo de argumentos formales.

Por eso, es interesante pensar una vía diferente: en contraposición a un 4 de septiembre que pareciera agotar toda nuestra atención, ese «plebiscito diario» contribuye a reconocer que las sociedades están en un permanente proceso de ajuste y corrección institucional, siempre en un precario —y sorprendente— equilibrio que permite su funcionamiento. Además, es un ejercicio que amplía la estrecha mirada que ha cruzado todo el itinerario constitucional chileno, dejando de lado discusiones aún urgentes sobre otros ámbitos en que se despliega la vida social: salud, pensiones, educación, violencia, impuestos, entre tantos. Parece evidente que, mientras duró el trabajo de la Convención, muchas de esas interrogantes se pusieron en el congelador, y retornarán tarde o temprano aumentadas por el paso del tiempo y con mayor urgencia.

La principal responsable de concretar ese plebiscito diario es la clase política. Quizás hemos puesto demasiadas esperanzas en la salida constitucional, pese a que esta tiene pocas probabilidades de éxito en una sociedad fragmentada, llena de divisiones internas e intereses cruzados. La frecuente remisión a «los territorios», un concepto poco especificado y que pareciera tener más eslogan que sustancia, recuerda la tarea permanente del sistema político: contar con puntos de contacto con la sociedad de modo tal de realizar los ajustes institucionales que se requieran para que su existencia siga haciendo sentido. Y ese problema se mantendrá cualquiera sea la opción que gane en el plebiscito, cada una con sus peculiaridades. En esa atención, cuidado y apertura a los procesos políticos —entendidos en su dimensión más habitual, no los procesos diseñados por consultoras y expertos— reside, creo, una de las múltiples llaves para abrir la enmarañada situación en la que estamos y salir, lenta y articuladamente, a campo abierto.