Columna publicada el domingo 5 de febrero de 2023 por La Tercera.

La crisis política permanente y la prosperidad material de las sociedades no se llevan bien. Las luchas entre facciones radicalizadas, aunque ocurran en nombre del pueblo, destruyen riquezas y expectativas en vez de mejorar la calidad de vida general. La lucha de clases, entendida como un enfrentamiento a muerte entre grupos de interés, es una patología social y no un aliciente para el progreso. Un ejemplo es el Chile de los 60 y 70, que se entregó a una lucha sin cuartel entre ideologías extremas, inflexibles en sus programas de “planificación global” (Góngora dixit). Cada lote estaba seguro de tener la fórmula mágica, e imponerla exigía barrer con los demás grupos. Y el choque faccioso terminó con destruir económica y políticamente el Estado. La cortina la terminan de bajar los militares cuando toman control pleno del gobierno (ya lo tenían parcial, porque Allende los había incorporado hasta de ministros) mediante un golpe de Estado.

La Constitución de 1980 reflejó esa experiencia traumática. No fue escrita por militares, sino por académicos-políticos (casi todos sin posgrado ni “papers”) que habían tenido protagonismo en la vida republicana de los 30 años anteriores. Su objetivo central era extirpar todo impulso revolucionario de nuestra convivencia: que nadie pudiera encaramarse al poder y patear la escalera. Para conseguirlo, el texto introduce una serie de mecanismos de exclusión y de estabilización. Las fuerzas radicales de izquierda son proscritas y la disputa política es reconducida, mediante el sistema binominal, hacia dos grandes bloques en situación de constante empate –inducido, entre otras cosas, por los quórum especiales- que deben negociar constantemente entre sí para hacer avanzar casi cualquier agenda. El control de legalidad del Tribunal Constitucional completa el esquema antirrevolucionario.

Los mecanismos de exclusión directos contenidos en la Constitución de 1980 fueron dados de baja una vez que se recuperó la democracia, pero los de estabilización se mantuvieron. Y, de hecho, son la base de la política de los acuerdos que sacó a Chile de la pobreza entre 1990 y el año 2006. Sin embargo, tuvieron también un efecto corruptor en la vida de los partidos: la Concertación se fue convirtiendo en una agencia de empleos fiscales, mientras que la derecha se dedicaba al electoralismo vacío para mantener la capacidad de bloqueo y poco más. Por lo mismo, cuando llegó al poder lo hizo sin programa.

Para peor, los intentos parciales por arreglar el sistema político, negociados con calculadora en mano dentro del congreso, resultaron un remedio peor que la enfermedad. El voto voluntario y el fin del binominal callampizaron la actividad política. Se llenó de conglomerados minúsculos, discursos extremos de nicho y cazadores de rentas salidos de la farándula. En vez de facilitar reformas responsables, las hicieron más difíciles que nunca.

Así llegamos al estallido social de 2019, con el país económicamente estancado, un sistema educacional estropeado, corrupción de cuello y corbata galopante y promesas meritocráticas desacreditadas. Y ya que no quedaban programas totales que imponer,  la oposición populista de pueblo y élites era el único lenguaje para hacer sentido de la crisis. Bajo esa bandera se organizó la Convención Constitucional, y presenciamos en vivo cómo la política sin partidos era incluso peor que la de “los mismos de siempre”. Payaseo, activismos estrechos, profetismo de cátedra  y farándula. Casi todos poniéndose “creativos” en vez de hacer la pega.

Ahora, en el vacío total, la responsabilidad de hacerse cargo de la crisis del sistema político vuelve… al sistema político. No podría ser de otra manera, pero eso no lo hace menos frustrante. Muchos alegan que mejor nos concentremos en lo importante y no más asunto constitucional. Sin embargo, un sistema político fragmentado y en irritación permanente no puede hacerse cargo de esos asuntos. Luego, reformar el sistema político es una necesidad prioritaria. Pero no se puede hacer directamente desde el congreso, porque con calculadora distrital no resulta. ¿Qué otro camino queda que seguir el proceso constitucional, entonces? En esta vuelta nos jugamos la democracia.