Columna publicada el domingo 25 de diciembre de 2022 por La Tercera.

No deja de ser contradictoria la relación de la nueva izquierda con el Estado al que tanto apela. Las premisas que maneja le impiden tener una aproximación consistente a la acción de esta instancia, así como justificar debidamente cuándo y por qué debe actuar, y con qué legitimidad. Pasa así de la denuncia de la opresión y dominación del Estado, a la defensa de un aumento progresivo de sus funciones que, en tal caso, lo convierten en un instrumento emancipatorio.

Esta semana hemos sido testigos de un nuevo ejemplo de esta tensión en los motivos que dio el diputado Gonzalo Winter para rechazar el proyecto de ley que restablece el voto obligatorio. “En Chile todos los ricos votan, y los que no votan son los pobres”, sentenció. Con un sistema político desprestigiado y severos problemas de representación, el diputado acusa la imposición de un castigo a los más excluidos. Justamente aquellos que habrían constatado en los sucesivos casos de corrupción que las autoridades gobiernan para los poderosos. “Lo que aquí se está diciendo es que se profundiza la democracia cuando la gente va a votar amenazada”, agregó.

La hipótesis del diputado tiene más de un problema. El primero es asumir que la obligatoriedad solo moviliza por la multa, y no porque reconoce también un deber compartido. Una ley de esta naturaleza no es pura coacción, sino sobre todo la afirmación de que hay cuestiones que nos competen a todos. El argumento de Winter esconde además un paternalismo que suele aquejar a nuestra clase política: los pobres estarían menos capacitados para experimentar algo más que ese nivel coactivo, justamente por su condición material, y su obediencia a la ley sería dada exclusivamente por el temor al castigo. La explicación de su comportamiento se restringe así a su precariedad, y no considera en cambio la posibilidad de que, con su voto, estén respondiendo a la convocatoria de un Estado a cumplir una exigencia derivada, en primer lugar, de su derecho a elegir a quienes los gobiernan. La coacción de la multa solo está justificada por ese derecho inalienable (y cuya realización exige garantizar que, quienes menos votan, empiecen a hacerlo). 

De este modo, aunque la amenaza de la multa juegue un papel, lo relevante es que al cumplir la norma se hace efectiva la pertenencia conjunta a la comunidad política, así como el reconocimiento de una igual condición que justifica el derecho a escoger nuestros representantes. ¿Qué otra cosa si no simbolizan las elecciones? ¿Basta, por poner un ejemplo, el temor a la multa para explicar la masiva movilización electoral del plebiscito del 4 de septiembre, o es que las personas vieron que allí se ponían en juego cosas valiosas, y que la obligatoriedad de la ley solo venía a confirmar? 

Cabría preguntarle entonces al diputado cuándo, a su juicio, podemos legítimamente establecer obligaciones generales para la ciudadanía, y por qué motivos. No se trata de negar la necesidad de que el Estado contemple diferentes exigencias según el caso, pero sí de pensar un diseño que no solo apele a la asistencia al débil, sino al compromiso de todos en su cuidado (sin ello, difícilmente podremos llegar a construir el Estado Social que tanto reivindican). Y eso las personas lo aprecian, pues en eso consiste también ser parte. La experiencia liberadora que, sin saber cómo realizarla, el Frente Amplio busca reside justamente ahí: no en que el Estado entregue todo lo que requieres, sino que en primer lugar reconozca tu capacidad de agencia; lo único que justifica todo su actuar.