Reseña escrita por Juan Ignacio Brito y publicada en el cuarto número de la revista Punto y coma (marzo 2021).

“Yo no debo ser feliz. Me lo prohíbo. No se me ocurre mayor crimen que ser feliz”. Así se lamenta uno de los protagonistas de Patria, la serie de HBO que llevó a la pantalla chica la novela homónima de Fernando Aramburu. El dolor que cruza de punta a cabo este relato, a la vez tan vasco y universal, deja poco espacio a la sonrisa y solo abre algunas rendijas a la ilusión. A algunos el sufrimiento los libera; en Patria, por el contrario, pesa como un yunque sobre las espaldas de las dos familias alrededor de las cuales se estructura la narración: los Lertxundi, que padecen el asesinato de su padre, y los Garmendia, que pagan las consecuencias de que uno de sus hijos abrace la causa de ETA.

A la cabeza de cada una de estas familias están las dos protagonistas de la historia: Bittori y Miren. La primera, casada con Jesús María Lertxundi, el Txato, empresario del transporte que deja de pagar el impuesto revolucionario a ETA y por ello cae asesinado; la segunda, mujer del pusilánime Joxian y, sobre todo, madre de Joxe Mari, el joven que se convierte en soldado etarra y que, como parte del Comando Oria, asesina y siembra el terror hasta que es detenido y enviado a una cárcel en Andalucía. 

Bittori quiere saber la verdad sobre la muerte de Txato y para ello vuelve al pueblo en 2011, justo cuando ETA renuncia para siempre a la vía armada. Han pasado 21 años desde el homicidio de su marido, y su arribo echa sal sobre heridas mal cicatrizadas, tanto en la relación de ella con sus dos hijos como con sus antiguas amistades perdidas. Desde que salió del pueblo donde ocurrió el crimen, ubicado en las cercanías de San Sebastián, no ha vuelto a hablar con Miren, su examiga. Han quedado en bandos irreconciliables: Bittori es la viuda de una víctima de ETA; Miren, la madre de un combatiente por la independencia de Euskal Herria que ha recurrido al terrorismo como mecanismo de lucha.

La desgracia que cae sobre ambas familias es la misma que azota al País Vasco, retratado como un lugar de gente endurecida donde no para de llover y en el que el sol se deja ver poco. Patria va y viene entre el pasado y el presente para mostrar esa pena acuciante que tortura a los Lertxundi y los Garmendia, consecuencia directa de la violencia y la división que provocaron los años de plomo de ETA. Durante cinco décadas, la banda terrorista segó vidas, mutiló familias, impuso el miedo a comunidades enteras, embarcó a jóvenes extraviados en una ilusión sin destino y despertó la respuesta represora del Estado español. Todo en nombre de la soberanía de Euskal Herria, la patria vasca repartida entre el sur de Francia y el norte de España. La tragedia vasca es el tema principal de Patria, un drama que no deja ganadores y en el cual el camino hacia la redención se hace cuesta arriba, aunque no irremontable. 

Es esa ruta de reencuentro la que intentan recorrer los protagonistas. En una primera lectura, la historia de Patria incluso puede parecernos familiar a chilenos y latinoamericanos en general, con la conmovedora y difícil búsqueda de la verdad por parte de una mujer a la que un crimen político ha dejado viuda. La verdad que persigue Bittori pasa por el reconocimiento, el arrepentimiento y el perdón, y tiene como meta una eventual reconciliación, aunque cada uno de esos pasos parezca improbable en medio de un ambiente donde todavía quedan muchas cuentas por saldar y en el que prevalecen la desconfianza y un dolor que desgarra. 

Pero la serie está lejos de agotarse ahí. No en vano Patria fue producida por HBO Europa para su distribución internacional. El relato micro, íntimo y de pueblo no es todo lo que ofrece. No es esta una historia solo para provincianos, sino también —principalmente— para cosmopolitas. Hay aquí un mensaje con pretensiones universales. Este último ámbito provee quizás más material digerible para el público global, no especialmente cercano a las pasiones que despierta el separatismo vasco ni conocedor de este.

Aunque Patria construye personajes utilizando con destreza los grises, en el trasfondo de esta historia hay un villano evidente y sin matices, verdadera causa del dolor que exuda la serie. No se trata, como podría pensarse, del terrorismo violento, que asoma aquí como un brote indeseable de un mal mayor. El malo de la película es el nacionalismo. Es este el que conduce al asesinato, la traición, la insensatez, la cobardía cómplice, la pasión desenfrenada que lleva a la violencia, el borreguismo que hace imposible distinguir la consigna de la realidad. Nada más antimoderno e iliberal que ese sentimiento primitivo que les nubla el juicio a todos los que amparan “la lucha”. Quizás por eso es Joxe Mari, al que su propio padre identifica como un gandul y al que más tarde se le muestra como un homofóbico, el que se deja seducir por el canto de sirena de ETA, y no Gorka, su hermano menor poeta y homosexual; ni tampoco su hermana Arantxa, todo ella sentido común, afectada por su propia desgracia personal al sufrir un derrame que la deja semiparalizada. Y por eso también es que el cura don Serapio identifica la causa religiosa con la nacionalista, en un maridaje de dogmas del que es necesario sacudirse si se aspira realmente a superar la violencia. Esto último es precisamente lo que hace Bittori, quien antes fue creyente y devota de la Virgen del Pilar, pero que ahora ha perdido la fe y reniega de Dios. 

Incluso más que el idealista Joxe Mari, es Miren la mejor exponente en la serie de ese nacionalismo tóxico del que Patria invita a tomar distancia. Poseída, como le dice su marido, por la “fiebre borroka”, ella va a todas las marchas separatistas, vocifera consignas, está orgullosa de su hijo terrorista, cree en la causa por la independencia, desconfía del Estado español, sus instituciones y su prensa, mandonea de lo lindo al cobarde Joxian, y mira con hostilidad al marido de su hija Arantxa, cuyos apellidos le parecen sospechosamente españoles. La muy católica y nacionalista Miren es antipática y resentida. Considerando el discurso que prevalece en Patria, no podría ser de otra forma.

El miedo de Joxian, por su parte, es el de la mayoría silenciosa aterrorizada por el impulso asesino y matonesco de ETA. Ese que utilizaba a jóvenes desorientados como Joxe Mari y su amigo Jokin, quienes parten a Francia a recibir entrenamiento terrorista y vuelven convertidos en máquinas dispuestas a eliminar a todo aquel al que la jerarquía etarra apunte con su dedo asesino. “Les calientan la cabeza, les dan un arma… y a matar. Se creen héroes porque llevan pistola”, acusa desolado Josetxu, el carnicero del pueblo y padre de Jokin. 

La naturaleza destructiva del nacionalismo que exhibe Patria no responde solo a la injustificable actividad criminal que desplegó ETA. También obedece a esa mirada despreciativa que lanzan los modernos a quienes no profesan su credo, aquel que asegura que nada bueno puede provenir de un sentimiento que encarna la irracionalidad, que separa y excluye, que se aferra a sospechosas certezas allí donde todo debería ser relativo o, al menos, brumoso. Patria no permite sino un nacionalismo en la versión light de Gorka, quien escribe poesía en euskera y se horroriza ante la violencia etarra, pero no ante la cultura progresista que permea su propia existencia y amenaza la identidad nacional. El de Gorka asoma a primera vista como un nacionalismo consciente y pacífico, pero más bien luce como uno domesticado, dispuesto a renunciar a mucho de lo que caracteriza y hace única a su tribu. Patria reduce la complejidad nacionalista a apenas dos formas de expresión que combaten en un ring inclinado: en este rincón, la violencia asesina y dogmática al estilo ETA; en la otra esquina, la renuncia que pone a la nación en camino de fundirse en el magma de una cultura dominante que solo admite concesiones cosméticas. Atrapada en un argumento maniqueísta que pinta la realidad con una brocha gorda y que no ofrece más que versiones polarizadas, la serie cae en su propia trampa y se decanta en favor de la segunda versión: si se quiere evitar la patria amarga que emerge por todos lados en la serie, lo más conveniente sería alejarse de las convicciones identitarias profundas, dogmas que conducen irremediablemente a ese dolor que les quita el oxígeno a los personajes de este drama.  

No hay lugar aquí para una respuesta nacionalista benigna que sirva como dique de contención contra el imperialismo social, económico y político que se impone desde unas alturas insondables; no hay comunidad que sirva como escudo de protección ante los designios de una burocracia europeísta que no responde a nadie, solo tolera las diferencias que considera inofensivas, construye una jaula de oro que alienta una diversidad ideológicamente concebida y uniforma en todo lo demás, desde la moneda hasta las normas de etiquetado de alimentos. Tampoco para un orden político nacional que considere positivamente los lazos de lealtad mutua que fortalecen y cohesionan las colectividades humanas al alero de una nación, según ha descrito Yoram Hazony. Menos aún para consideraciones como la adelantada por Pierre Manent, quien sostiene que si la referencia nacional fuera ahogada y desapareciera, si fuera dispersado lo que mantiene unido a sus miembros, “cada uno de nosotros se convertiría en un extraño, un monstruo para sí mismo”. Patria no está para ese tipo de sutilezas. Para la serie, como el único nacionalismo posible es la versión cavernícola y cruel de ETA, el mejor nacionalismo es aquel que ha muerto en vida bajo la imposición domesticadora moderna. 

La promoción de Patria causó polémica porque uno de los afiches que usó HBO ponía en un lado a Bittori abrazando el cuerpo asesinado de Txato y en el otro a Joxe Mari bajo un aparente régimen de tortura. Hubo críticas, pues algunos interpretaron la imagen como una igualación moral entre los que padecieron el terrorismo y quienes lo perpetraron. La cosa, sin embargo, no pasó a mayores. El afiche fue retirado y la controversia murió pronto. Es muy apropiado que haya sido así: Patria es una serie de excelente factura técnica, leal con el libro que la inspira; escrita, actuada, producida y dirigida con sobria elegancia y aplomo. Pero está muy lejos de ser polémica, desafiante o rompedora de esquemas. Todo lo contrario: si hubiera que calificarla en pocas palabras, podría afirmarse sin dudas que brilla por su corrección política. 

Juan Ignacio Brito es periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Master of Arts in Law and Diplomacy del Fletcher School en la Universidad de Tufts, EEUU. Fue decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes, donde actualmente ejerce la docencia, además de ser investigador en el centro Signos de la misma casa de estudios. Ha trabajado en distintos medios de comunicación, como El Mercurio, El Metropolitano, Qué Pasa, La Tercera y El Líbero