Columna publicada el lunes 27 de septiembre 2021 por La Segunda.

“Hasta que la dignidad se haga costumbre”. Esta quizá fue la bandera más potente que instaló, hace casi dos años, la crisis de octubre. Se trata de una aspiración muy profunda, que apunta no sólo a terminar con abusos y discriminaciones arbitrarias, sino también a favorecer condiciones de vida más equitativas. Es, si se quiere, un lente que nos permite examinar múltiples aspectos de nuestra esfera pública. El proyecto de aborto libre que se vota estos días en la Cámara de Diputados no es la excepción.

En efecto, afirmar la dignidad exige reconocer que todos los seres humanos somos valiosos no por lo que poseemos, sino por lo que somos. En los términos del filósofo alemán Robert Spaemann, que valemos por el hecho de ser “alguien” y no “algo”, más allá del dinero, el poder, los talentos o la edad que tengamos. Y si esto es así —si todos los individuos son dignos—, lo menos que podemos hacer es preguntarnos qué motivo autoriza a eliminar a los niños o niñas que aún no nacen, los sujetos más pequeños e indefensos de nuestra especie.

Porque reivindicar la dignidad supone, además, recordar algo tan elemental como la distinción entre fines y medios. Es indudable que muchas veces —tal vez la mayoría— en el propósito de abortar subyace un profundo drama, vinculado a abusos, maltratos o abandonos que sufren las mujeres. El punto es qué hace al respecto una sociedad que se toma en serio la dignidad personal. Es decir, una que rechaza toda instrumentalización de otro semejante y que, por tanto, subraya la existencia de ciertos límites infranqueables. El más básico es, desde luego, aquel que prohíbe atentar contra la vida humana de manera directa y deliberada.

En ese sentido, aceptar de modo acrítico el aborto bien puede ser leído como la antítesis de la dignidad. Después de todo, implica renunciar a un piso tan mínimo como que todos los miembros de nuestra especie tienen derecho a no ser suprimidos por la mera voluntad ajena. E implica también, en consecuencia, una discriminación sumamente injusta: unos viven y otros no, en un plazo fijado a discreción. Que, pese a todo lo anterior, sea la nueva izquierda quien impulsa este debate en el Congreso, pone en tela de juicio su compromiso con la bandera más difundida del estallido.

El fenómeno, asimismo, sugiere que se trata de una izquierda tosca, distante de las ideas e inquietudes que supuestamente caracterizan su tradición intelectual. Baste recordar lo que decía Norberto Bobbio en esta materia: “en el caso del aborto hay un ‘otro’… con el aborto se dispone de una vida ajena”. No es tan complejo advertirlo. Si se dice buscar la erradicación del individualismo —de promover, siempre, el bien de todos los involucrados—, un poco de reflexión no vendría mal.