Columna publicada el lunes 30 de agosto de 2021 por La Segunda.

“Terminar con el rol subsidiario del Estado” es uno de los eslóganes más repetidos por políticos e intelectuales de izquierda. La inédita traducción del libro “El Estado subsidiario” (IES, 2021), de la filósofa francesa Chantal Delsol, ayuda a comprender por qué resulta paradójico el éxito de esta consigna; por qué, no obstante, ella ha logrado imponerse; y cuáles son sus límites.

Es paradójica la obsesión con la subsidiariedad porque, tal como expone minuciosamente Delsol —su análisis abarca desde Aristóteles hasta los ordoliberales alemanes de posguerra—, este principio favorece “un acuerdo viable entre la política social y un Estado descentralizado”. Es decir, el tipo de arreglo institucional que debieran impulsar los sectores que reivindican tanto los “territorios” como la necesidad de mayor protección social.

No obstante, las diatribas contra la subsidiariedad se entienden mejor a la luz de nuestra historia reciente. La dificultad no consiste sólo en que la derecha posdictadura tendió a amputar esta idea, identificándola con la no injerencia del aparato estatal. Ocurre, además, que la noción de Estado subsidiario, antítesis del poder absoluto y de la “razón de Estado”, en Chile fue acuñada por un régimen que hizo de la extralimitación del poder la regla general.

Ciertamente —como explica también Delsol—, desde antaño se reconoce la legitimidad de recurrir a medidas extraordinarias cuando corre peligro la existencia del cuerpo político. Es, guardando las proporciones, lo que sucedía con la antigua dictadura romana, y es lo que acontece hoy con los modernos estados de excepción constitucional. Sin embargo, esa “amarga pócima” tiene lógica sólo como medida excepcional: 17 años de régimen autoritario no caben en ese marco.

Ahora bien, lo anterior explica el problema simbólico de la oposición con el vocablo “subsidiariedad”, pero no justifica su uso equívoco, ni menos el rechazo a los bienes que protege este principio. Es habitual que la libertad, la igualdad y otros ideales semejantes sean invocados o incluso distorsionados por los adversarios políticos, y no por eso dejamos de utilizarlos. ¿Por qué? Porque sabemos que al renunciar a ellos perdemos algo relevante. Lo mínimo que debemos exigir a las izquierdas, entonces, es que aclaren a qué se refieren con el fin del Estado subsidiario.

¿Qué significa, en concreto, poner término a la subsidiariedad? ¿Hablamos de la libertad de asociación? ¿Del derecho preferente de los padres a la educación de sus hijos? ¿De descentralización? ¿De libre iniciativa económica? ¿De los límites del Estado en esa esfera? ¿De otra cosa? Son bienes fundamentales los que están en juego y, por tanto, ningún (legítimo) trauma histórico autoriza a eludir estas interrogantes.