Columna publicada el 17.09.19 en El Líbero.

El Chile de los años noventa era un país con una enorme capacidad de asombro. Luego de una dictadura de 17 años, acogíamos eufóricos cualquier novedad que proviniera de otras latitudes. Y si ella tenía alguna relación con nosotros, aunque fuera tangencial, mejor todavía. Cualquier mención al país en series o películas nos llenaba de orgullo. Que las vacas que alimentaban a los velociraptors en “Jurassic Park” fueran chilenas o que en la película “Loco por Mary” se nombrara Santiago nos hacía sentir parte de un mundo que no conocíamos.

Al estar recluidos por casi dos décadas de la escena internacional, nuestra entrada a la dinámica de la globalización fue algo torpe. Cómo olvidar el frustrado concierto de Iron Maiden, la visita estelar de un argentino que fue extra en Titanic y que contaba, para la admiración de muchos, su tropiezo en el set de producción con Leonardo Di Caprio, o al falso políglota de “Viva el lunes”.

Ese asombro inicial fue mutando, y a medida que avanzaban los 90 nos dimos cuenta de que la globalización podía disminuir las distancias que nos habían aislado por años. Firmamos acuerdos comerciales, trajimos mandatarios de países que no conocíamos y artistas internacionales de renombre comenzaron a llenar estadios de forma regular. También aparecieron los personajes que retrata Joe Vasconcellos en su canción La Funa. Esos que, impacientes por sentirse parte de un Chile que comenzaba a recibir la influencia del primer mundo, se paseaban con el carro lleno por megasupermercados recién inaugurados sin comprar nada, o caminaban por el Paseo Ahumada con celulares de palo fingiendo conversaciones.

Era esperable, entonces, que una apertura de tal magnitud provocara pugnas con tradiciones locales, algunas de las cuales perduran hasta hoy. Ahora bien, pareciera que a ratos las evidentes tensiones se han terminado por convertir en simple rechazo. Las ansias por ser globalizados y cosmopolitas muchas veces nos han llevado a menospreciar las prácticas que puedan hacernos ver como retrógrados frente al primer mundo, sin importar que formen parte de nuestra cultura y sean valoradas por quienes se reúnen en torno a ellas. Nos avergüenza que aún existan personas que peregrinan el 8 de diciembre a Lo Vásquez para hacer mandas, e interpretamos el fervor de la iglesia evangélica como mero regreso a las lógicas de la tribu. Sin embargo, no tenemos problema en recibir con ciega devoción las creencias que la llevan entre los ciudadanos del mundo, como las energías de los cuarzos o las buenas vibras de las figuras del Buda (en Homecenter se venden como pan caliente). Para estar a la altura de los países OCDE –y demostrar que somos muy laicos– dejamos de ocupar la palabra Dios, pero no para abandonar los actos de fe, sino para reemplazarla por el Universo, que parece ahora concentrar promesas y esperanzas. Basta mirar un poco las frases que plagan las redes sociales: “el universo tiene algo preparado para ti”, “el universo nunca te dará un desafío que no esté destinado a fortalecerte”, “el universo siempre escucha”.

Nuestro acercamiento a lo global sigue teniendo ese aire de noventera ingenuidad que creíamos haber superado. Todavía vivimos con la idea de que lo proveniente del primer mundo es mejor que lo que tenemos. Sufrimos pensando qué diría un nórdico si viera tal o cual problema, nos reímos de nuestros monumentos comparándolos con los de Europa y estamos convencidos que la cueca es fome, machista y no tiene suficiente categoría. Son tantas las ganas de ser ciudadanos del mundo que hasta le decimos Sanhattan a un barrio de Santiago, reflejando –como dijo alguna vez Lemebel– ese vértigo arribista de soñarnos en Nueva York.

Al recibir acríticamente lo de afuera y prescindir de referencias obsoletas a ojos del mundo desarrollado, terminamos reproduciendo las mismas actitudes que decimos rechazar. Si el peor insulto para un ciudadano del mundo es que lo tilden de “provinciano”, el deslumbramiento con todo lo que tenga olor a OCDE es similar al que hasta hace pocos años aparecía en las regiones cuando llegaban las novedades santiaguinas. Y a pesar de que nuestros cosmopolitas más militantes están convencidos que el país de nacimiento es puro azar, hasta el más europeo de los chilenos está mediado y constituido por las tradiciones locales que considera anticuadas.

Las categorías para juzgar el mundo no pueden prescindir de las experiencias con el lugar de origen y su cultura. No hay para qué avergonzarse de traucos, chupacabras y chimuelos, sobre todo en vísperas del 18.