Carta al director publicada el jueves 4 de marzo de 2021 por El Mercurio.

Señor Director:

En su columna de ayer, Ignacio Covarrubias y Cristóbal Aguilera, profesores de la Universidad Finis Terrae, aciertan al sostener que no hay impedimento alguno entre el principio de subsidiariedad y un rol social activo del Estado. Aunque en el Chile posdictadura partidarios y detractores usualmente asumieron una lectura estrecha del principio —identificándolo con un Estado pasivo o ausente por definición—, lo cierto es que se trataba de una distorsión.

En efecto, ya sea que hablemos de sus raíces precristianas, de su sistematización al interior de la doctrina social católica o de sus vertientes federalistas, la subsidiariedad exige ayudar a las asociaciones humanas a cumplir sus fines propios. Su finalidad es proteger las legítimas atribuciones de los grupos más próximos a las personas, descentralizar la toma de decisiones y, en suma, resguardar la vitalidad y el pluralismo de la sociedad civil. Todo esto no solo es plenamente compatible con la misión social del aparato estatal, sino que la exige.

Es muy pertinente recordar el significado genuino de la subsidiariedad en el marco del proceso constituyente. Por un lado, ella colabora a concebir un Estado que efectivamente sirva a las personas y sus asociaciones, sin ignorarlas ni sustituirlas. Lo público no es sinónimo de lo estatal. Por otro lado, este principio contribuye a repensar problemas en los cuales las categorías dominantes han servido de poco hasta ahora.

Basta tener presente el conflicto en La Araucanía. Para abordarlo adecuadamente no sirve una autonomía total, tan inviable como injustificada, pero tampoco bastan las declaraciones simbólicas. El Estado chileno necesita reconocer al pueblo mapuche como un “otro”, pero que al mismo tiempo es parte suya. Justamente lo que permite la subsidiariedad.