Columna publicada el domingo 6 de septiembre de 2020 por El Mercurio.

Esta semana, Pablo Longueira confirmó que su talento sigue intacto. En efecto, es uno de los pocos actores cuyas palabras modifican el eje de la discusión. Es cierto que no logró convencer a todo su sector, pero eso no debe sorprender. Al fin y al cabo, su propuesta es una especie de jarabe amargo para la derecha. También es cierto que su tono mesiánico —habla, literalmente, como un salmista— suena extraño en estos tiempos. Longueira anuncia su retiro antes de concretar su regreso, como si fuera un salvador caído del cielo: no es el mejor registro para la política.

Sin embargo, el argumento tiene una pertinencia difícil de negar. AUn considerando sus dificultades objetivas, el expresidente de la UDI propone una lectura y un camino, cuestión que no han ofrecido sus contradictores internos. Por de pronto, asume algunos hechos imposibles de soslayar. El primer dato es que el 15 de noviembre el oficialismo quedó en una posición muy incómoda, y, para peor, esa misma semana el primer mandatario se marginó del juego (de allí su irrelevancia en esta discusión). Cabe agregar que el Rechazo —por motivos de distinta índole— nunca logró articular un discurso que pudiera servir de plataforma para el futuro, lo que se agravó cuando su principal rostro partió al gabinete. La presidenta de la UDI lo reconoció tácitamente, al sugerir que no votaría el 25 de octubre, en una suerte de confesión de derrota ideológica. En un momento, rechazar conectó con el sentimiento del votante duro del sector, pero eso no es suficiente. Lo dicho no zanja la cuestión, aunque obliga a mirar de frente la realidad: de no mediar hechos extraordinarios, el Apruebo debería ganar por un margen cómodo.

En consecuencia, la tesis consiste en olvidar el 25 de octubre, y fijar la atención en el día siguiente. El 26, la derecha no puede amanecer dividida y derrotada. Longueira tiene un diseño y una estrategia para el día después, y allí reside buena parte de su lucidez. Si la derecha sigue matriculada con el Rechazo, y no logra elaborar una justificación política de esa posición, entrará a la discusión más relevante de las últimas décadas con un menoscabo inicial difícil de revertir. En otras palabras, le será imposible instalar una dinámica desde la derrota. Si seguimos la lógica, habría ahí algo suicida.

Naturalmente, se trata de un argumento táctico, con todas las limitaciones involucradas. No obstante, es menester notar que está al servicio de una cuestión de fondo. La verdadera disyuntiva no pasa por octubre, sino por la convención que redactará una nueva Constitución. Longueira vuelve a proponer aquí un relato distinto a la postura reactiva. Según él, la derecha no tiene por qué entrar de perdedora. La idea suena contraintuitiva, porque el ambiente parece cargado a la izquierda más vociferante. Con todo, una adecuada comprensión del cuadro exige agregar un dato: la izquierda irá dividida en varias listas a esa elección. El motivo no es solo de ingeniería electoral, pues coexisten en su seno proyectos incompatibles entre sí. La unidad opositora es quizás la mayor ilusión que se ha querido vender, y ni siquiera la popularidad de Michelle Bachelet logró tal proeza. Baste recordar que la oposición, en cinco meses, no ha concordado un nombre para presidir la Cámara de Diputados: ¿cómo podrá ponerse de acuerdo en discusiones mucho más sustantivas?

En función de lo anterior, si la derecha elige correctamente a sus candidatos, converge en ciertos principios básicos y realiza un buen trabajo técnico, debería obtener sobre el 40% de la convención. No es un mal escenario, ni mucho menos. Es más, el oficialismo podría convertirse en el gran articulador de la discusión. Dicho de otro modo: si la derecha es el tercio más grande, ¿por qué desangrarse en torno a un plebiscito cuya pregunta —aceptada en noviembre— constituye una trampa mortal para el sector?

Desde luego, la argumentación no despeja todas las dudas, ni podría hacerlo. La izquierda, por ejemplo, persiste en su esfuerzo por desestabilizar al Gobierno, y el anuncio de una enésima acusación constitucional es solo el capítulo más reciente de una historia lamentable. Hay una disonancia profunda, nunca enfrentada ni resuelta, entre cierto discurso opositor (“la casa de todos”) y actitudes polarizantes que no propician un clima constituyente. Por otro lado, la amenaza de la violencia sigue allí, latente. También hay legítimas preguntas respecto de aspectos formales de la convención.

Nada de lo anterior es falso, pero tiende a confirmar la intuición de Longueira. Las ideas no solo deben ser correctas en abstracto, sino que también han de contar con operatividad política. Por lo mismo, el argumento es válido más allá de su persona —recordemos que el hombre aún no se sacude de todos sus líos judiciales—. ¿No vale la pena entregar hoy algo accidental para conservar más tarde aquello que se considera esencial? En este plano, Pablo Longueira no ha dejado de ser el mejor discípulo de Jaime Guzmán: el pragmatismo convertido en arte. Es perfectamente posible discrepar de la respuesta ofrecida por el exsenador, pero es difícil negarle el mérito de plantear de modo correcto la interrogante. Además, en política, quien mejor formula las preguntas suele correr con ventaja a la hora de responderlas.