Columna publicada el miércoles 8 de julio de 2020 por La Tercera.

¿Cómo leer la filtrada declaración de la comisión política de la UDI que, en los hechos, pide la cabeza del ministro del Interior?

Por de pronto, como una confirmación más del clima de mezquindad, polarización y fragmentación política que azota a nuestras elites partidarias. Si hace pocos meses el senador del PPD y entonces presidente de la cámara alta, Jaime Quintana, sinceraba sin pudor que la oposición desea instalar un parlamentarismo de facto –desconociendo el mismo orden constitucional que el acuerdo de noviembre ratificó–, ahora fue el turno del gremialismo. Es una ironía del destino que el partido fundado por Jaime Guzmán olvide las lógicas más elementales de lo que implica un gobierno de coalición en el marco de un régimen presidencial (siempre va a ser más fácil apuntar a un ministro que preguntarse por los problemas propios). En términos simples, la desestabilización de Sebastián Piñera ya no pareciera ser únicamente un objetivo compartido por cierta izquierda.

Sin embargo, el episodio es tanto o más sintomático del fracaso del diseño piñerista. Matices más, matices menos, en su vuelta a La Moneda el presidente insistió en la lógica de su primer mandato: gobernar con un círculo de extrema confianza personal. Si bien ahora algunos (pocos) políticos de trayectoria fueron designados como ministros, la conducción política desde un inicio recayó en las mismas personas que trabajaban con él en la fundación Avanza Chile. Visto en retrospectiva, no deja de sorprender que ninguno de las múltiples dificultades que ha enfrentado esta administración (ni el caso Catrillanca, ni la crisis de octubre, ni la pandemia, ni nada) haya conseguido alterar esa estructura. Con la relativa excepción de Ignacio Briones, quien de todos modos había sido embajador de Sebastián Piñera previamente, jamás se le entregaron cuotas de poder a dirigentes políticos ajenos a Apoquindo 3000.

En rigor, lo que ha hecho el presidente a medida que se complican las cosas ha sido encerrarse cada vez más. En este contexto, no es exagerado afirmar que Gonzalo Blumel, poco tiempo atrás valorado transversalmente como un político talentoso y promisorio, ha sido una de las principales víctimas de esta curiosa manera de enfrentar la adversidad. Al nombrarlo en Interior no sólo pasaron a segundo plano su capacidad de diálogo e interlocución legislativa. Además, se alteró peligrosamente el equilibrio oficialista –el partido más pequeño de Chile Vamos pesa más que la UDI y RN en Palacio–, y se profundizó la imagen de que apenas un entorno muy reducido participa de las decisiones gubernamentales.

Esa lógica no resiste más. Los desafíos del Chile pospandemia, incluyendo un difícil desconfinamiento, la peor crisis económica en décadas, el proceso constituyente y un abultado calendario electoral, son sencillamente titánicos. Pensar que puede escalarse esta montaña haciendo las cosas del mismo modo sería, a estas alturas, absurdo. No hay más alternativa: llegó la hora de cambiar el guión piñerista. Tal como hizo luego de los magros resultados de la primera vuelta electoral, el presidente necesita transmitir que se trata de un equipo. En ese entonces se arropó de todo el espectro oficialista –de todos los candidatos del sector–, y ahora necesita hacer algo similar: sumar y no seguir restando. En concreto, habrá que rearmar su equipo político, sumando tonelaje político, oficio, experiencia y, sobre todo, nuevas perspectivas a la conducción gubernamental. Por el bien de Chile, de su coalición y de la institución presidencial, él y su jefe de asesores deben renunciar al diseño original.