Columna publicada el 17.03.19 en El Mercurio.

La última propuesta del Gobierno, que permite el control preventivo de identidad a menores de edad por parte de Carabineros, recibió rápida respuesta de José Antonio Kast. Según él, no solo deberíamos controlar la identidad de nuestros menores en la calle, sino que además deberíamos prohibir que circulen por la vía pública a determinadas horas. La propuesta parece descabellada -y en muchos sentidos lo es-, pero revela nítidamente el diseño seguido por el exdiputado. En aquellas ocasiones en que La Moneda busque congraciarse con los sectores más inclinados a la derecha, él doblará la apuesta cuantas veces sea necesario. La tuya y dos más.

Como fuere, hay un dato indispensable si queremos comprender los motivos de la estrategia, y sus eventuales posibilidades de éxito. La idea del toque de queda para menores no es de Kast, sino de Mauricio Viñambres, el alcalde socialista de Quilpué. Aunque su iniciativa fue invalidada por la Contraloría, la coincidencia entre ambos personeros obliga a suponer que la idea remite a un sentimiento tan efectivo como transversal. Desde luego, sabemos que las élites tienden a despreciar ese sentir, pues sería contrario a la evidencia disponible. Desconocen así el carácter político de nuestros problemas, olvidando de paso una vieja lección aristotélica: las percepciones del ciudadano nunca son irrelevantes y, de hecho, son la materia prima de la vida social. Asistimos entonces a un espectáculo algo curioso, pues parte de la izquierda se permite invocar el conocimiento tecnocrático para repudiar ciertas intuiciones populares, tal como suelen hacer los economistas más liberales. Sin embargo, el hecho es que esas intuiciones están allí, para quien quiera darse el trabajo de recogerlas y, ojalá, gobernarlas para bien. De más está decir que en ese rechazo lleno de soberbia -mi ciencia vale más que tu percepción- está incubado íntegramente el fenómeno populista.

Ahora bien, el episodio también funciona como señal de alarma para el oficialismo. Aunque es innegable que el recurso a iniciativas con respaldo ciudadano posee virtudes -copa la agenda, incomoda al adversario y nutre las huestes propias-, también tiene limitaciones evidentes. En efecto, la táctica del metro cuadrado sirve para salvar el día a día, pero es inútil para dibujar un futuro. En rigor, para darle a todo esto alguna proyección política resulta indispensable un diseño más amplio. Es cierto que, a diferencia de lo ocurrido en el primer mandato de Sebastián Piñera, el Gobierno ha entendido que la política exige confrontar ideas e instalar temas, pero aún falta un largo trecho para asumir que el desafío es todavía más exigente.

Puede pensarse que nadie ha comprendido mejor que José Antonio Kast la profundidad de la grieta. El oficialismo podrá tener medidas efectistas, encuestas en la mano y variadas listas de lavandería, pero carece de discurso, de planificación y de marcos conceptuales que permitan dotar de sentido a la acción gubernativa. En contraste, Kast tiene diseño, estrategia y medios para alcanzar sus fines. Es más, todo indica que -hoy por hoy- es el único político chileno que posee esas características: ni el oficialismo ni la oposición cuentan con dirigentes con un método y una hoja de ruta tan claramente definidos. Naturalmente, eso le da una ventaja considerable a la hora de hacer política. Dado que su objetivo inmediato no es alcanzar La Moneda, sino acercarse a algo así como un 20% en la próxima presidencial, tiene mucho espacio para dañar al oficialismo. Por cierto, nadie parece estar preparando esa batalla crucial (salvo que alguien imagine que Joaquín Lavín sea el antídoto).

Con todo, Kast tiene una debilidad muy significativa. El juego de ir siempre más a la derecha envuelve riesgos temibles, tanto para él como para el país. Kast atiza fantasmas que, una vez que se despiertan, son muy difíciles de manejar. Si hoy defiende el toque de queda para menores y la militarización de La Araucanía, ¿qué tendrá que seguir haciendo después? ¿Cómo continúa esa lógica? Más allá incluso de su propia persona, ¿qué tipo de liderazgos fomenta su discurso? ¿Está dispuesto a hacerse responsable de aquello que advenga después? ¿Por qué dejar atrás todo el lento aprendizaje democrático que ha hecho la derecha en las últimas décadas? Kast está pronto a convertirse en la caricatura de sí mismo, al olvidar que la política es el arte de la mediación, no de la exaltación.

La dificultad estriba en que, para explotar esas debilidades, hace falta bastante más que la indignación moral. Las provocaciones de Kast siguen un libreto (muy) conocido, y la vociferación no le hace mella alguna. Se hace necesario un auténtico esfuerzo intelectual por comprender qué teclas toca y, a partir de allí, elaborar un discurso alternativo. Mientras nadie realice ese trabajo, Kast seguirá cosechando en las vastas tierras que nuestra clase política ha abandonado. Sobra decir que nada de esto es bueno para Chile.