Columna publicada el 19.12.18 en La Tercera PM.

A falta de nuestra rutinaria discusión anual por el pesebre en La Moneda, este diciembre ha traído consigo la publicación de una encuesta del CEP sobre el estado de la religión en Chile. Su atractivo principal reside en la comparación con los resultados equivalentes de una y dos décadas atrás. Y es esa película, en movimiento, la que conviene mirar.

Porque la foto del momento, con un 55% de católicos y un 16% de evangélicos, difícilmente impresionará a alguien. Pero quien observa la división por edades, verá que en el segmento de 18 a 34 años la cosa se pone más seria: ahí se cae, respectivamente, a 45% y 11%. Si alguien cree que nada importante está pasando, uno imagina que estas cifras lo harán despertar. Aunque por otra parte, tales cifras tal vez deban ser consideradas alentadoras para el cristianismo: que en un momento como éste haya un respetable porcentaje de personas de 20 años dispuestas a presentarse como cristianas no está mal. Como para atribuirles virtud heroica.

Por lo demás, el porcentaje de personas efectivamente comprometidas con su confesión se mantiene en realidad bien parejo (con una leve baja). Aunque pueda lamentarse que no tengamos más ángulos para inquirir sobre la fidelidad a una creencia, la participación semanal no deja de ser un dato duro bastante respetable; y ésta se ha movido entre un 19% y un 16% en 20 años (esto no va, digamos, en “caída libre”). Existe un desplome, ciertamente, pero éste tiene lugar en otros dos órdenes. Por una parte en la confianza. Por otra parte, en la adhesión nominal: quien solo era cristiano de nombre, obviamente ya no tiene mucha razón para serlo.

Quien considere, en tanto, en qué creen los chilenos, se llevará alguna sorpresa, aunque no muchas. Tal vez lo único sorpresivo en la perspectiva de 20 años sea la leve pero constante alza en la creencia en el infierno. No está mal para una época emotivista y victimista, y hasta podría considerarse un triunfo de la razón. Menos sorpresivo es que la creencia con mayor adhesión siga siendo el “mal de ojo” (una adhesión bastante transversal: la encuesta bicentenario del 2010 incluso situaba la creencia en el mal de ojo como levemente más fuerte entre los sin religión que entre los evangélicos).

Dicha creencia –y otras que la acompañan en la lista– podrá suscitar la compartida incomprensión de cristianos y ateos ilustrados. Pero me permito sugerir que hay algo más inquietante que las creencias específicas en cuestión. Quien observa estas creencias podrá considerar algunas absurdas y otras razonables. Lo singular es que a todos nos parezca normal comprender la religión como semejante set de creencias respecto de lo sobrenatural, y que luego simplemente nos intrigue la cuestión de cuál creencia encabeza la lista. Practicar el judaísmo, uno sospecha, es algo distinto de la práctica de tocar madera, pero la diferencia entre ambos fenómenos se vuelve invisible para quien se aproxima a la religión con este tipo de listas.

La cuestión no es trivial: ningún lector de estos resultados podría quedar con alguna impresión respecto de por qué la religión puede ser el principal elemento organizador de la visión de mundo de alguien, como de hecho lo es para una porción sustantiva de personas. No se va a la guerra, no se construye hospitales, no se organiza el propio ritmo de vida, ni se educa a los propios hijos pensando en el mal de ojo. Si se quiere comprender tal organización –se la aprecie o repudie–, preguntarse por las convicciones sobre la sociabilidad humana que acompañan a una creencia puede ser algo más útil que preguntarnos cuántos creen en la energía de las montañas. Entonces uno podrá también comprender que las iglesias no son simplemente un objeto de confianza o desconfianza mirado desde afuera, sino también parte de la vida de las personas. Los resultados de la encuesta pueden ser inquietantes para los creyentes, las preguntas de la misma son reveladoras respecto de quienes pretenden estudiarlos.