Columna publicada el 21.11.18 en Diario Financiero.

Los hechos políticos nunca ocurren en el vacío. Son siempre parte de una larga cadena de movimientos, que a veces adquiere la forma de conversación y a veces la de conflicto. Están siempre inmersos en una tradición relativa a un vínculo. Por eso la muerte de Camilo Catrillanca en Temucuicui, con el halo de mentiras y violencia que la rodea, tiene el impacto que tiene.

Está la historia grande de la ocupación y despojo de la Araucanía por parte del Estado de Chile. Esa que Gonzalo Vial Correa, ya mayor, llamó a no desconocer. Y dentro de esa historia, en su parte más reciente, resaltan casos de muerte de comuneros en manos de policías, donde la institución alegó un contexto de enfrentamiento sólo para ser desacreditada por tribunales. Es el caso de Alex Lemún (2002) y de Matías Catrileo (2008). Si a eso sumamos la Operación Huracán, nadie debería sorprenderse de que el mundo mapuche no considere legítimo el monopolio de la fuerza del Estado.

Pero hay más. Temucuicui, dentro de ese esquema, es un pequeño pero representativo universo. Esta comunidad, tal como lo explican Eduardo Mella y Matías Meza en su “Minuta de contextualización del caso Temucuicui”, fue radicada en 1884, reduciéndose su territorio desde alrededor de 1700 hectáreas, a las 250 establecidas en sus títulos de merced. El resto pasó a manos de colonos. Desde los años 30 hay registro de las demandas judiciales de la comunidad en torno a sus tierras ancestrales, que no eran reconocidas por la legislación. En los 60 y 70 volvieron a la carga por vía de la reforma agraria, retomando en 1972 el control de los fundos “Alaska” y “Temucuicui”. Esta recuperación fue revertida en 1974 por la dictadura, devolviendo los predios a los colonos, quienes los vendieron en 1978 a la forestal Mininco. En 1981, finalmente, en el marco del proceso de división de comunidades mapuches y asignación de propiedad individual a sus ocupantes, las tierras divididas entre los comuneros de Temucuicui ascendieron a las 282 hectáreas.

En democracia entró en vigencia la Ley Indígena, que sólo reconocía, nuevamente, el reclamo sobre territorios establecidos en los títulos de merced. Y desde 1999 comienzan los enfrentamientos con la forestal Mininco, y con Carabineros en la zona, cada vez más violentos, hasta que en 2003 la CONADI traspasa 1900 hectáreas a la comunidad. Sin embargo, esto no ha detenido el conflicto.

¿Qué no existe en Temucuicui, así como en otras partes de la Araucanía? Aquello que Roger Scruton llama “lealtades nacionales”. Los comuneros ven al Estado chileno como un enemigo, y revisando su historia no es raro que así sea. De ahí que ni siquiera quisieran ser censados. Los delitos cometidos fuera de la comunidad, bajo este prisma, se ven relativizados. Y este problema no se solucionará a balazos. Es necesario construir lealtades, y eso sólo se logrará recuperando el diálogo. Curiosamente, para eso existe una institución centenaria que tuvo buenos resultados en el pasado, pero que los gobiernos post-ocupación se han negado a utilizar: el parlamento.

Los parlamentos fueron reuniones esporádicas llevadas adelante entre el pueblo mapuche y las autoridades españolas. El primero fue celebrado en 1641. La República chilena solo llevó adelante uno: el de Tapihue en 1825. Esta institución demostró ser efectiva para buscar acuerdos y establecer la paz, y su efectividad no tendría por qué ser menor hoy. Ha llegado el momento para que, en vez de copiar políticas neozelandesas o canadienses, recuperemos los instrumentos que nuestra propia tradición nos ofrece.