Cómo destruir una democracia, de Daniel Matamala, funciona menos como una explicación de lo que ha sucedido (y está ocurriendo) en Venezuela, El Salvador, México, Argentina o Estados Unidos, y más como un posicionamiento del autor ante nuevos y problemáticos liderazgos políticos. En diversos pasajes el autor insiste en que lo importante del libro está en la calle, en los testimonios recogidos en terreno, pero también se aprecia su voluntad de construir un marco teórico propio de un politólogo, lo que termina distorsionando la naturaleza de la crónica, pues no hay una articulación armoniosa entre ambos registros.

Entre los titulares semanales que sigue acaparando Donald Trump, la crisis de seguridad que en Chile alimenta las referencias a Bukele y la una elección presidencial que reflejó como nunca lo debilitadas que se encuentran las coaliciones políticas tradicionales, la discusión pública parece girar en torno a un mismo eje: la fragilidad de la democracia y el auge de la denominada ultraderecha. En ese escenario aparece el nuevo libro del periodista Daniel Matamala, Cómo destruir una democracia. Cinco líderes en busca del poder total, que aborda directamente ese tipo de preocupaciones.
Matamala centra su mirada en el continente americano y analiza cinco figuras: Nicolás Maduro, Nayib Bukele, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), Javier Milei y Donald Trump. Aunque se trata de líderes muy distintos, Matamala no se interesa en diferenciarlos y los somete a un marco común: el de los “aspirantes a dictadores”. Ese marco se introduce en la sección inicial del libro, con el revelador título “Amado líder”. Allí el autor esboza una primera hipótesis: las emociones más bajas de los adherentes de estos aspirantes serían el corazón del fenómeno. El amor al caudillo y el odio al enemigo común son los pilares de este vínculo político, alineándose con la extendida tesis de la “polarización afectiva” que sería característica de las sociedades contemporáneas, difundida en la academia por exponentes progresistas, como Cristóbal Rovira o Pamela Conover. Esos son, de hecho, los estudios a los que refiere Matamala para intentar defender su argumento. Según esta perspectiva, el líder autoritario no se sostiene principalmente por un programa político que convoque, sino por un lazo emocional que, sin atención a lo que se pueda proponer (es por defecto irracional), permite desmantelar toda institución que se interponga entre él y “su pueblo”.
Uno de los muchos problemas de este enfoque es la patologización del electorado, la reducción de sus motivaciones a la irracionalidad o al resentimiento. Matamala atribuye el surgimiento de estos caudillos a una especie de arrebato colectivo, descartando y deslegitimando a priori que puedan existir motivaciones razonables y justificadas para elegir a estos cinco outsiders de la política tradicional (lo que no aplica a Maduro, pero sí a Chávez, por ejemplo). Es más fácil desechar de antemano el análisis: si el apoyo se da por pura emocionalidad, no hay demasiado que pensar ni explicar. Esto se nota especialmente en el caso de Trump, donde el ejercicio de “fachopobre”, para usar un término local recurrente, resulta evidente: sus votantes son caracterizados como “hombres blancos” manipulados por discursos de odio, una caricatura que los reduce a un arquetipo unívoco y descarta de plano la complejidad de un electorado de decenas de millones de personas. En última instancia, esta mirada recuerda la famosa frase de Hillary Clinton sobre el basket of deplorables: una manera más elegante de descalificar en bloque a quienes apoyan al magnate, sin preguntarse por los motivos que llevan a ese electorado a optar por Trump.
Desde este marco, el libro de Matamala estructura su argumento en torno a “cinco pasos para convertirse en dictador”, inspirado en los trabajos de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Con ello, Matamala construye un modelo estandarizado que ubica los cinco líderes en una pendiente resbaladiza aparentemente inevitable. En el primer peldaño ubica a López Obrador; si bien critica su caudillismo, plantea que el expresidente de México se movió dentro de la legalidad democrática. El segundo correspondería a Javier Milei, cuya violencia verbal agudiza la confrontación entre buenos y malos. En el tercero se encontraría Donald Trump, quien —para el autor— ya se ha vuelto decididamente contra la democracia y sus instituciones; en el cuarto aparece Bukele, por haberlo conseguido; y en el quinto, a Maduro, tirano consolidado que, pese a haber perdido toda popularidad, se mantiene en el poder mediante la represión. Esta categorización, sin embargo, diluye las diferencias políticas, sociales y económicas de cada país (y liderazgo), una abstracción que a ratos conduce a la impresión de que los relatos recogidos en terreno por el autor parecen más funcionales a su tesis, que la evidencia de fenómenos que intenta comprender.
Con Nicolás Maduro, Matamala ofrece su capítulo mejor logrado. El magnetismo de Hugo Chávez y la adhesión casi religiosa que despertaba en buena parte de la población son descritos con precisión, mostrando cómo la sociedad venezolana se fue encadenando a sí misma en un proceso que ya era irreversible cuando quiso reaccionar. Con Maduro la tiranía se consolida. La crónica transmite bien la atmósfera de punto de no retorno y la sensación de haber despertado demasiado tarde. Aunque la mirada es algo benevolente con Chávez, logra capturar lo que significó para millones de venezolanos esa mezcla de esperanza y carisma que los condujo paulatinamente a la ruina institucional.
En el capítulo dedicado a Bukele, Matamala reconoce el contexto de violencia extrema y el agotamiento de los partidos tradicionales que abrieron espacio al presidente salvadoreño. No obstante, al aplicar su tipología, vuelve a sugerir que el apoyo a Bukele responde más a emociones desbordadas que a un juicio político racional —discutible, pero no necesariamente caprichoso— sobre la incapacidad del Estado para garantizar seguridad. Su análisis aporta varios antecedentes valiosos —y desconocidos en Chile, donde muchos admiran al personaje—, aunque subestima las motivaciones concretas que explican por qué los salvadoreños optaron masivamente por aquel proyecto.
El tratamiento del fenómeno Trump constituye, en cambio, el punto más débil del libro, donde se evidencia con mayor claridad el problema de su tipología y las dificultades que ella implica a la hora de entender lo que observa. El autor reconoce que el caso estadounidense es, para él, el más inexplicable. Sin embargo, ese asombro no lo conduce a preguntas más precisas. Matamala intenta diagnosticar los dos triunfos electorales de Trump no desde las demandas del electorado, sino desde la manipulación de un caudillo antidemocrático que orienta el discurso público hacia el racismo, el machismo y la xenofobia. Para ilustrarlo, se concentra en ambientes como el sur confederado y las carreras NASCAR, entrevistando a obreros blancos que portan banderas confederadas. El resultado es un análisis desde arriba que no reconoce la agencia de los votantes, sino que los presenta como masas sometidas a un “lavado de cerebro”.
Al rastrear la irrupción del outsider republicano, Matamala sostiene que esta “no puede entenderse sin ese mar de fondo: la profunda historia de racismo que marca a ese país”. Luego esboza otra posible causa: la decadencia de la base industrial y el sueño americano producto de la globalización, un telón de fondo más adecuado, pero en el cual no ahonda más allá de un testimonio (y en cualquier caso, después de la referencia al racismo). Ahí se observa cómo la reducción del trumpismo a resentimiento racial simplifica en exceso una realidad política mucho más compleja. Aunque el autor se refiera múltiples veces a su electorado como “hombres blancos”, en el país más diverso del mundo no se gana solo con esos votos. De hecho, nada se dice sobre el fuerte crecimiento del voto republicano entre latinos y afroamericanos. En esa caracterización peyorativa, el factor masculino cobra un papel relevante, pues, para Matamala, Hillary Clinton perdió porque “su empoderamiento femenino asustó a muchos hombres”. Luego afirma algo similar sobre Kamala Harris: “Tal como en 2016, Trump recibió una gran proporción del voto masculino para derrotar a una mujer”.
El autor relata en primera persona la noche del 8 de noviembre de 2016, cuando ganó por primera vez el magnate republicano, ilustrando su propia perplejidad y la del mundo demócrata. Para cerrar la imagen de la derrota de Clinton, cita a Padmé Amidala en Star Wars: “Así muere la democracia, con un aplauso atronador”. Sin duda es pertinente la pregunta por las derivas autoritarias de Trump durante sus gobiernos, pero ¿era Trump ilegítimo a priori, como para afirmar que la democracia se perdió con su solo triunfo? ¿Dejó de existir la separación de poderes en Estados Unidos? ¿No merece ese fenómeno una reflexión más detenida sobre la trayectoria norteamericana de las últimas décadas, que un mero lamento por la elección de una figura como Trump?
El resto del capítulo sobreinterpreta hechos aislados. De un gesto de Elon Musk que pareció un saludo nazi saca conclusiones categóricas sobre el movimiento MAGA. El fenómeno Trump ciertamente ha contribuido a crear un clima en que fascistas y racistas se sienten envalentonados, pero eso parece más una consecuencia que una causa. Además, mientras en otros capítulos el autor es más benevolente con quienes caen en los cantos de sirena de los caudillos, en este les niega el beneficio de la duda: ¿por qué los votantes de Trump son solo racistas o fascistas, y no ciudadanos con demandas legítimas?
En la reflexión de Matamala sobre la figura de Milei ocurre algo similar. El “peluca” logró en 2023 derrotar al kirchnerismo, que había dejado a Argentina sumida en hiperinflación, déficit fiscal y corrupción. El peculiar outsider libertario fue elegido a pesar de sus arranques, porque había un problema mayor que resolver. Siguiendo el marco de Matamala, el presidente argentino debería situarse en el último puesto del ranking de dictadores, ya que no se mencionan medidas concretas que amenacen seriamente la democracia (como en los demás casos). Las críticas del autor se centran únicamente en sus formas —que son efectivamente problemáticas—, pero aun así lo ubica en el cuarto escalón (superando a López Obrador).
En este capítulo se juzgan diversos fenómenos en la clave ya comentada de irracionalidad, machismo y resentimiento, razón por la que Matamala dedica más páginas a rastrear el origen del “mileísmo” en los años de bonanza económica menemista que en el desastre de la era Fernández-Kirchner. Para Matamala, Milei es lo que es por sus fracasos personales, que proyecta en su forma de hacer política. Odia el Banco Central porque —según averiguó— no le fue bien en una pasantía juvenil. Destaca su infancia difícil y su pasado como futbolista o músico frustrado, y cómo esos fracasos lo habrían empujado al poder. Un ejemplo casi inverosímil es el del Joker: que la película El Joker 2 haya sido éxito solo en Argentina sería, para el autor, una señal de que el país vive una distopía política donde los rasgos del Guasón son valorados al extremo de beneficiar a su gobernante.
En síntesis, el principal problema de este capítulo radica en la confusión entre personalismo político o caudillismo con autoritarismo, términos que emplea indistintamente a lo largo de la obra. El “fanático de Argentina” —como lo titula— efectivamente es fanático de sus posiciones y su carácter explica parte de ello, pero por ahora no puede decirse que sea un autócrata que busque destruir la democracia. Su respeto inequívoco a la derrota en las elecciones en la provincia bonaerenses el pasado septiembre lo demuestra.
El libro cierra analizando al expresidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, en el capítulo que resulta más desconcertante. Matamala ubica a AMLO en el peldaño más bajo (el menos autoritario) de su tipología de dictadores, pese a reconocer que durante su mandato hubo transformaciones institucionales que afectaron a la democracia mexicana. Esto hace sospechar que su incorporación responde a un afán de “paridad ideológica”: sumar un líder de izquierda para equilibrar el elenco y dar apariencia de neutralidad del autor. Sin embargo, esa neutralidad se resquebraja al observar que los capítulos más críticos son precisamente los dedicados a Trump y Milei. Paradójicamente, las afrentas a la democracia de López Obrador fueron explícitas y, con su sucesora —su “elegida”—, el poder ejecutivo, legislativo y judicial se concentran hoy en su partido: Morena. Ejemplo de ello es la elección de jueces, criticada transversalmente como un caso inédito de captura de la judicatura por parte del poder político. En la escena internacional, tanto Morena como Sheinbaum han respaldado abiertamente la dictadura venezolana —que el mismo Matamala sitúo en el primer puesto de los autoritarismos— y sus elecciones fraudulentas, lo cual no refleja un compromiso firme con la democracia.
En su conjunto, el trabajo de Matamala se percibe una tensión entre el registro periodístico y la pretensión académica. Por un lado, el autor insiste en que lo importante del libro está en la calle, en los testimonios recogidos en terreno; por otro, busca construir un marco teórico propio de un politólogo, lo que termina distorsionando la naturaleza de la crónica, pues no hay una articulación armoniosa entre ambos registros. El intento por mezclar el lugar de un periodista sin compromiso político explícito con el de politólogo, hace que el texto sea bastante irregular, sin alcanzar la solidez de ninguno de estos dos registros. Así, el libro acumula anécdotas que, si bien ilustrativas, no son prueba de causalidad ni demuestran que los cinco casos sigan un mismo manual de destrucción democrática.
Cómo destruir una democracia funciona menos como una explicación de Venezuela, El Salvador, México, Argentina o Estados Unidos, y más como un posicionamiento del autor ante nuevos y problemáticos liderazgos políticos que parecen repetirse en otras partes del mundo siguiendo un patrón reconocible. Por lo mismo, el libro puede leerse también como una advertencia dirigida a Chile, como ha esbozado el propio Matamala al promocionar la obra. Cabe preguntarse, sin embargo, si el libro logra alcanzar su propósito, pues aborda más las preocupaciones del autor que lo que contribuye a entender el fenómeno que observamos. Y termina sumándose a los cantos de sirena que han sido totalmente inútiles tanto para explicar como para contener a esas figuras.



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