Opinión
Traspaso tramposo

Boric prometió un traspaso limpio y digno de nuestra tradición e instituciones. Pero ello no es coherente con usar el final del mandato para alterar las reglas del juego, blindar posiciones y trasladar conflictos al próximo gobierno.


Traspaso tramposo

Esta semana se desató una nueva polémica en torno al traspaso del poder entre la administración saliente de Gabriel Boric y la entrante de José Antonio Kast. A menos de tres meses del cambio de gobierno, el Ejecutivo incluyó en el acuerdo de reajuste del sector público un impedimento para que los funcionarios a contrata del Estado (cuyos contratos no son indefinidos en razón de sus funciones) sean despedidos o vean modificadas sus condiciones laborales, invocando solo “necesidades del servicio”. En la práctica, el proyecto endurece más aún las reglas que virtualmente imposibilitan los despidos de los funcionarios públicos.

Es cierto que los traspasos de poder pueden ser incómodos, especialmente cuando el gobierno entrante se ubica en las antípodas ideológicas del saliente. Pero así funciona la democracia. Gobernar hasta el último día no equivale a condicionar al siguiente mandatario. Lo que se está haciendo aquí es endurecer artificialmente la salida de funcionarios nombrados durante este gobierno, en circunstancias en que el régimen de la contrata existe —al menos en teoría— para funciones temporales, específicas y renovables anualmente. En la práctica, ese diseño ya estaba tensionado por la judicialización creciente y por la doctrina de la “confianza legítima” (criterio jurisprudencial que plantea que tras dos renovaciones contractuales sucesivas existiría “confianza” acerca de una nueva renovación). No por casualidad el alcalde frenteamplista Tomás Vodanovic criticó la medida de su propio gobierno: “Es evidente que todo funcionario contratado por confianza política tiene el deber de renunciar el 11 de marzo”.

En rigor, la norma constituye un amarre y un atajo para contentar a los funcionarios estatales, pero sin asumir el costo político ni fiscal de reformar estructuralmente el empleo público. Y es, además, una señal directa de confrontación con la Contraloría General de la República, que durante todo el año ha sostenido criterios más estrictos sobre desvinculación, motivación y control de legalidad.

El ministro Luis Cordero –que más allá de su rol actual es un destacado experto en derecho administrativo y conoce bien las falencias del empleo público– ha intentado desactivar la crítica, señalando que hablar de “amarre” es técnicamente incorrecto. A su juicio, se trata solo de una ley que exige motivación para la desvinculación. El argumento, sin embargo, es insuficiente. Nadie discute que los despidos de funcionarios no deben ser arbitrarios, lo discutible es cuándo, cómo y con qué efectos políticos se legisla. Hacerlo en la recta final del mandato y en un contexto de alta presión gremial no es neutral en términos políticos.

Aquí aparece un actor clave: la ANEF (Asociación Nacional de Empleados Fiscales). Su posición ha sido explícita al apoyar a la exministra Jara en la reciente elección presidencial, así como al anunciar la reactivación de movilizaciones y declarar su postura intransigente a favor de la estabilidad laboral. Su agenda para el próximo gobierno viene cargada, y este acuerdo parece ser apenas el primer paso. No estamos ante la necesaria reforma estructural del empleo público, sino ante una cesión política puntual frente a la presión gremial.

Y ese es el verdadero trasfondo: la crisis del empleo público. Una crisis que no comenzó hoy y que todos los años lleva a que se “parche” el sistema a través de la Ley de Presupuestos: se amplían dotaciones, se aumentan contratas, se agregan asignaciones. El Estatuto Administrativo está sobrepasado por la realidad, y el intento más serio de reformarlo -presentado el 11 de marzo de 2022, último día del segundo gobierno de Piñera- fue retirado por la actual administración.

El otro tema de fondo que subyace a esta polémica consiste en el traspaso presidencial entre un gobierno y otro. El intervalo de tiempo en Chile es extraordinariamente largo en comparación con otros presidencialismos de la región, como Argentina, Estados Unidos o Brasil. Ese plazo extendido tiene entre sus fundamentos la magnitud del recambio en el aparato público, lo cual conecta con la discusión de la referida norma. Nuestro país tiene un sistema de traspaso jurídicamente seguro, con bajo riesgo de bloqueo institucional, pero es, desde hace tiempo, políticamente imperfecto. Hay amplio margen para hacer daño en lo fáctico y administrativo. Y este gobierno ha decidido ocuparlo. No solo ahora, sino desde antes: la Ley de Presupuestos del último año ya anticipa el traspaso, dejando asignaciones que condicionan al Ejecutivo entrante. La administración Boric también mostró mezquindad en ello, reflejado de manera paradigmática en la ausencia de la “glosa republicana” de libre disposición al futuro gobierno que ya se vislumbraba sería de Kast (lo cual provocó un revelador alcance de nombre).

El Presidente Boric dio un buen discurso el 14 de diciembre luego de la segunda vuelta, en el que prometió un traspaso limpio y digno de nuestra tradición e instituciones. Pero ello no es coherente con usar el final del mandato para alterar las reglas del juego, blindar posiciones y trasladar conflictos al próximo gobierno. Eso no es actitud republicana ni respeto democrático. Es un traspaso tramposo.

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