Columna publicada el sábado 8 de junio de 2024 por El Mercurio.

El anuncio de una ley de “aborto legal” y libre por parte del Presidente Boric en la última Cuenta Pública ha sido defendido por parte de voceros oficialistas como una necesidad propia de las sociedades democráticas. Ellas deberían estar abiertas a discutir este tipo de asuntos, por polémicos que sean, pues se trata de cuestiones sustantivas. En el caso del actual gobierno constituye, además, un compromiso de campaña.

El argumento no deja de ser cierto. Las preguntas finales, como se ha dicho en estas páginas, son parte de la deliberación política, y no se resuelven rehuyéndolas. Sin embargo, establecer un auténtico debate democrático exige asegurar una serie de condiciones que no es claro que el Gobierno tenga en mente.

La primera es reconocer la legitimidad de las posiciones en disputa, es decir, el derecho a presentarse razonadamente en un debate político. Algo que a menudo se olvida en este tipo de discusiones. En general, la postura del adversario es descartada de antemano, y rápidamente la deliberación se vuelve mera formalidad, una farsa cuyo real objetivo es hacer avanzar las agendas propias. Al escuchar el anuncio realizado por el Presidente, diputados de oposición salieron de la sala, a lo que el mandatario respondió señalando que no era casualidad que quienes se indignaran fueran hombres. Ninguna de estas reacciones contribuye a desarrollar el debate.

Aunque parezca una obviedad, el aborto no puede reducirse a un debate con posiciones divididas en torno al sexo, es decir, entre hombres y mujeres. El modo de plantearlo por parte del Gobierno supone un desconocimiento del lugar central que tienen las mujeres tanto en la discusión como en la política contraria al aborto. Quizás por esta misma caricatura es que vale la pena recordar también que las posiciones en pugna no se limitan a un único eje: el aseguramiento de la autonomía de la mujer, para que pueda decidir qué desea hacer respecto de su cuerpo. Es eso sin embargo lo que suele subrayarse, presentándose la discusión como si se dividiera entre aquellos que defienden esa autonomía y quienes desean, sobre todo por motivos religiosos, restringirla.

La cuestión es muchísimo más compleja, y no es necesario ser conservador ni abrazar un determinado credo para reconocerlo. Carlos Peña lo ha señalado en distintas ocasiones, recordando que en la discusión sobre aborto, si de un lado está el derecho de la mujer, del otro está la dignidad de quien está por nacer. “¿Hay alguien ahí?”, preguntaba hace un tiempo de modo provocativo el columnista, para luego conceder que es esa radical pregunta —la de si hay alguien dentro de ese cuerpo— la que gatilla en última instancia el debate moral respecto de este tema.

Si acaso se aspira a un verdadero debate democrático es fundamental este ejercicio primero de esclarecimiento honesto de las posturas en pugna, de modo que tengan real cabida y legitimidad las distintas razones esbozadas por defensores y detractores del aborto.

Quienes nos oponemos al “aborto legal” no estamos en contra de la autonomía femenina, no estamos imponiendo una moral religiosa, ni metiéndonos en las vidas de otros. Nos rebelamos en cambio a que termine de ocultarse definitivamente que en esa decisión hay alguien más que solo la mujer, y que una sociedad que renuncia a esa pregunta, a fin de cuentas se empobrece. A eso se refería el arzobispo de Santiago, Fernando Chomali, al manifestar su reparo al anuncio del Gobierno, y es en función de esa convicción que espera participar de este debate.

Pero esta interrogante fundamental suele soslayarse. Es más fácil hablar de “avances civilizatorios” para favorecer la postura a favor, y tildar de cavernarios o retrógradas a quienes se oponen, zanjando el debate de antemano, como si el progreso moral tuviera una sola dirección, en lugar de asumirlo con la hondura y seriedad que merece. Si acaso la invitación del Gobierno a un debate democrático es honesta, habrá que partir por escapar de ese marco estrecho en que suele darse esta discusión.