Columna publicada el miércoles 13 de julio de 2022 por Ciper.

Tanto nuestra sociedad como el debate público chileno atraviesan tiempos difíciles. El panorama no es alentador, y los binomios antagónicos tanto de las últimas elecciones como del plebiscito de septiembre no hacen más que complicarlo. Una nueva constante, clara y dañina, parece inmiscuirse en los medios de comunicación: la moralización descalificadora de la distinción entre buenos y malos, ignorantes e iluminados, manipuladores y manipulados. Y todo se complica más cuando los académicos —sí, aquellos mismos de quienes esperábamos mesura y seriedad— no demoraron en sumarse casi con fanatismo al fenómeno descrito.

En vez de aportar puntos de vistas elaborados y matizados, vemos desde hace meses en columnas de prensa, entrevistas y cartas a diarios a diferentes académico/as que eligen replicar lógicas de batalla estridentes y efectistas, similares a las del programa de moda “Sin filtros”, que en formato de debate lo que alienta es más bien la polémica farandulera viralizabeOlvidándose de apreciar si acaso la posición del adversario puede tener algo de valor.

El rigor del pensamiento académico corre peligro porque, en palabras del olvidado filósofo nacional Jorge Millas [1917-1982; foto superior], se volvió a infectar de «el virus de la politización».

Con todo, hay similitudes y también diferencias en el panorama descrito y criticado en su tiempo por Millas. Las ansias de traspaso ideológico por algunos profesores a alumnos desde luego sigue en pie. Pero se le suma ahora la tóxica versión de un proselitismo partisano que utiliza la masividad de los medios de comunicación y redes sociales para transmitir mensajes simples, sin matices. Es decir, se elaboran defensas sin tapujos sobre una posición particular ante la contingencia, ignorando sus deficiencias.

En un período de debate álgido sobre asuntos fundamentales, parte de la academia en Chile se ha rendido al simplismo del posteo de Instagram, el video de TikTok y el tuit odioso. Los ejemplos son varios y los vemos repetidos semana a semana: está el profesor de la Universidad de Valparaíso que reduce el plebiscito de septiembre a que solamente «hay dos caminos institucionales para abordar nuestros problemas hacia adelante»: el de la Constitución de Pinochet o «aquel democrático paritario e inclusivo que el pueblo de Chile se da a sí mismo hoy» (un simplismo curioso para quien forma a futuros abogados del país). Y está, en los últimos días, la doctora en Filosofía por la Albert-Ludwigs-Universität Freiburg, habilitada en ética médica por la Eberhard Karls Universität Tübingen, con estudios posdoctorales en The Kennedy Institute of Ethics, que termina escribiendo que quien decide votar Rechazo es, básicamente, ya sea «un facho pobre» o uno «aspiracional». Todos esos honores y largas horas de estudio al fin utilizados en la tribuna de sábado de uno de los diarios más importantes del país para insultar en forma muy rudimentaria a quien legítimamente piensa y actúa diferente a ella.

A veces pareciera que algunos académicos, conscientes de la importante y diferenciadora posición que detentan, se sirven de sus propias credenciales para obtener puestos de influencia. Naturalmente, no tiene nada de malo que así lo persigan, dependiendo de cómo luego ejerzan tal responsabilidad. Todo está en las formas: ¿será necesario contar con un doctorado para ser un buen columnista, crítico del poder? Todo indica que no. ¿Será suficiente? Tampoco.

En un momento de incertidumbre y búsqueda de certezas y orientaciones, cuando el pensamiento académico es más necesario que nunca, se observa que quienes precisamente pueden enarbolarlo, sin embargo fallan. Sus escritos públicos no asumen el carácter de quien obsesivamente busca la verdad o lo que más se pueda acercar a ella, ni la pedagogía humilde y crítica de la transmisión de su descubrimiento. Más bien, muchos prefieren utilizar la distinción de sus credenciales y cátedras universitarias para proyectar un aparente principio de autoridad, y luego abogar por la causa del Apruebo al proyecto de nueva Constitución, sin mostrar ninguna de sus evidentes deficiencias (reconocidas de manera cada vez más transversal). En sus textos no aparecen dudas, tampoco posiciones autocríticas; solo apologías favorables.

Volviendo a las formas, sus métodos de análisis y comunicación en el debate constitucional en curso bien pueden ser calificados como partisanos. No esperábamos neutralidad, pero sí exhaustividad.

Sectores de nuestras universidades, entonces, parecen hoy transformarse en una plataforma no al servicio del desarrollo de las capacidades cognitivas y críticas de sus alumnos, sino más bien al de quienes buscan dirigir el honor y autoridad que otorgan sus casas de estudios para determinados objetivos contingentes (y ni siquiera se empeñan por esconderlo). Ya lo decía Jorge Millas: nuestras aulas y el poder que otorgan a sus profesores parecen haberse convertido en el paraíso de las facciones y los grupos de poder, «no solo con su victoriosa pretensión de ponerla al servicio de sus propios fines, sino con el credo, igualmente pernicioso, de que la reflexión, el estudio, la duda, en una palabra, la ciencia, están en esta hora fuera de lugar» (Idea y defensa de la universidad).

Si una profesora, doctora en Derecho, aparece en un video en el que explica que si se expropia una suma de dinero debe devolverse el mismo monto, con el fin de ridiculizar el temor legítimo de los pensionados a perder sus fondos de toda una vida, ¿cómo después podría ella evaluarlo a usted bajo parámetros más exigentes que los que demuestra en público?

Si su profesor le asegura sin ningún matiz que el fenómeno de la plurinacionalidad se encuentra hace mucho tiempo en Canadá, Nueva Zelanda o Estados Unidos (pese a esto estar rebatido en artículos académicos), ¿Cómo puede luego exigirle un pensamiento crítico?

En definitiva, ¿Cómo un alumno podrá dudar de sus propias convicciones, si quienes le enseñan no parecen hacerlo? ¿En qué momento pensar pasó a ser algo inconveniente?