Columna publicada el viernes 19 de mayo de 2023 en Ciper Chile.

El prestigioso libro The Endurance of National Constitutions sugiere tres principios que pueden ser útiles tanto para el momento en que una Constitución se escribe como para cuando se busca extender su duración en el tiempo:

i) flexibilidad para adaptar el texto a los vaivenes del sistema político;
ii) especificidad de las normas constitucionales; y
iii) inclusión de los diversos grupos de la sociedad en su construcción.

Aunque los autores sugieren que estos principios dialogan entre sí, tienen límites y su intensidad depende también del contexto político, no es ninguna novedad que la fallida Convención Constitucional los ignoró sistemáticamente.  También es cierto que  el Consejo Constitucional no tiene espacio para tropezar de nuevo en ellos. De hecho, a pesar de los múltiples discursos en contra de la dictadura de Augusto Pinochet y de la pervivencia de los llamados enclaves autoritarios en el Chile de transición democrática, el texto propuesto en 2022 por el órgano constituyente padeció múltiples cerrojos que lo volvían un instrumento muy poco adaptable a los vaivenes del sistema político, volviendo así precisamente sobre los reclamos contra la falta de flexibilidad de la Constitución vigente.

Aunque hasta cierto punto es lógico que los vencedores de las elecciones del pasado 7-M intenten hacer valer su triunfo, el Consejo Constitucional no puede darse el lujo de intentar fijar en piedra un texto que sea un mero traje a la medida para sus propias —y acaso circunstanciales— mayorías.

Respecto de la especificidad de la Carta Magna en preparación, durante este extendido debate constitucional algunos han insistido en que lo mejor es optar por textos más generales, sugiriendo que una Constitución «mínima y liberal» es una idea improbable. Pero Elkins, Ginsgburg y Melton advierten que los documentos más específicos pueden generar entendimientos compartidos con mayor facilidad respecto de qué significa en concreto la Constitución, así como también anticipar las posibles fuentes de presión futura sobre el texto.

Aunque el nivel de especificidad depende también del contexto político, hay dos aspectos a tener en consideración: no todo debe estar escrito en la Constitución y la idea de «menos es más» no siempre es la más adecuada en materias constitucionales.

La vocación por abarcar la mayor cantidad de asuntos posibles y sin límites jurídicos definidos observada en la Convención pasada (como sucedió con temas tales como la plurinacionalidad, sistema político, derechos de agua, restitución de tierras y otros) es precisamente lo que el nuevo Consejo Constitucional debe evitar. Por razones políticas y prácticas, esto implica elegir bien las batallas y cuáles serán los asuntos más relevantes; concentrarse en ellos y esquivar el  desgaste que produciría entrar a temas que en el corto plazo rindan frutos políticos pero cuya consagración constitucional significará una camisa de fuerza (pienso, por ejemplo, en algunas dimensiones del tema migratorio y de orden público).

En cuanto a la inclusión, no puede sacarse del debate a los grupos de minoría del modo en que lo hizo la Convención. Acá hay un riesgo cierto, pues, tal como se dice del actual gobierno de Gabriel Boric, en el Partido Republicano también parece haber dos almas. En un lado están quienes, como Ruth Hurtado, sugieren que el rol del partido en el Consejo es «evitar que la izquierda radical siga avanzando en instalar ideologías que sólo le hacen daño a nuestro país». En el otro aparecían representantes como Luis Silva, la primera mayoría nacional de las recientes elecciones, quien nada más obtener su triunfo ilustró su función con la frase popular de «no tratar de llevarse la pelota para la casa» (días más tarde, sin embargo, una comentada entrevista lo mostró más ambiguo al respecto). Como sea, para que el Consejo tenga éxito es fundamental que las mayorías que componen el órgano no caigan en las borracheras electorales que las hacen olvidar el carácter efímero de sus triunfos. En términos simples, los stingazos no pueden volver a repetirse. En el Consejo deben primar posiciones inclusivas que no se dejen arrastrar por los cantos de sirena.

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Todo esto se vincula también con los mecanismos de participación ciudadana para este proceso. Aunque los autores del libro arriba citado sugieren que las constituciones cuyas disposiciones se formulan y debaten públicamente tienen más probabilidades de generar lealtad de los ciudadanos, esto no significa introducir mecanismos de participación de modo apresurado. No hay dudas del valor normativo de la participación ciudadana en los procesos constituyentes. De hecho, éste es hoy el estándar que todos los procesos de este tipo buscan alcanzar, pues la participación puede tener un valor simbólico sumamente relevante (y a cuya legitimidad en Chile sin duda ha contribuido el voto obligatorio). Sin embargo, a nivel empírico el efecto de los mecanismos de  participación en los procesos constituyentes es un asunto mucho más disputado de lo que solemos suponer en Chile, pues la legitimidad no se gana ni se sostiene solo dándole el toque «territorial» ni «ciudadano» a las ideas que se proponen. Recogiendo evidencia de países como Islandia, Sudáfrica o Brasil, Hudson sugiere que los procesos constituyentes en contextos de partidos políticos débiles incorporan más participación ciudadana, mientras que los procesos constituyentes con partidos fuertes incorporan menos participación, pero tienden a construir mejores Constituciones. Asimismo, procesos constituyentes como el de Islandia, tan celebrados por sus innovaciones en materia de participación ciudadana, fracasaron entre otras cosas por excluir a los partidos políticos y antagonizar permanentemente con ellos. Por otro lado, Saati ha sugerido que la participación en procesos constituyentes no genera los efectos que comúnmente se cree en la calidad de la democracia.

La inclusión, por tanto, requiere de equilibrios entre los diversos objetivos de los procesos constituyentes (entre la técnica y representación, por ejemplo), además de conciencia respecto de los límites de los mecanismos de participación en este tipo de instancias. A diferencia de la Convención, el camino para adelante es no encerrarse en una cámara de eco, no emplear los mecanismos de participación para beneficio de las mayorías del órgano constitucional ni creer que la cantidad de minorías representadas implica necesariamente una imagen calcada de la sociedad.

La tarea es difícil, pero al menos ya hay un ejemplo de cómo no hacer las cosas. Esperemos, por el bien de Chile, que los nuevos consejeros tomen nota de ello.