Columna publicada el domingo 21 de agosto de 2022 por La Tercera.

El Presidente dijo, el día del minero -superpuesto a la fiesta de San Lorenzo de Tarapacá- que la república se convertía, a veces, en una “misa sin Dios”, refiriéndose a un procedimiento ritual carente de contenido, para luego explicar quién, según él, había sido San Lorenzo. Lamentablemente, el Presidente no tenía idea de quién había sido San Lorenzo. Inventó, entonces, un cuento que mezclaba un tercio de Wikipedia y dos de sus propios prejuicios. Y el resultado fue una chambonada: Boric afirmó que el diácono, quemado vivo durante las persecuciones del Emperador Valeriano en el siglo III, había sido condenado por el Papa, por haber gastado las riquezas eclesiásticas en los pobres. Esto, en circunstancias en que el obispo de Roma Sixto II había sido martirizado poco antes que Lorenzo. La cosa, así, terminó sin Dios ni rito. La república como misa en pelotas.

Por supuesto, casi nadie sabe quién fue San Lorenzo. Las redes sociales se llenaron de expertos instantáneos en cristianismo primitivo. Todos apuntando con el dedo, sin ver que el error presidencial desnuda una ignorancia autosatisfecha compartida. Uno de los dramas de nuestro país es sentirnos portadores de una tradición occidental que, en realidad, apenas conocemos. Boric, como tanto egresado de colegio católico, siente saber cosas que no sabe sobre el cristianismo. Y lo mismo vale para todos nosotros sobre filosofía griega, pensamiento institucional romano o religiones abrahámicas. Damos por sabido algo que nos enseñan que nos pertenece, pero que nunca aprendimos.

Hace tiempo, previamente a que las y los estudiantes y tuiteros gobernaran las universidades, Carla Cordua afirmó que para estudiar filosofía se requería manejar al menos tres idiomas, mientras que la mayoría de los estudiantes no manejaban ni uno. Es decir, ni siquiera dominaban el castellano. Algo tan hiriente como cierto. Y es justamente este el drama de nuestro sistema educativo: egresamos de él creyendo saber: doblemente ignorantes. Y los que entramos a la Universidad lo hacemos convencidos de que no hay más que aprender. Métale militancia. Nuestro Presidente es hijo de la versión refinada de esta tragedia, gestada en colegios y universidades de élite.

Desde luego, como damos por pasado lo central de nuestra propia tradición, procedemos a maravillarnos con el consumo de superficialidades de otras culturas. Eso es el exotismo. Lo ajeno o distante nos parece más colorido y profundo que lo propio. Pero como nuestro punto de vista es débil y miope, no hay ahí diálogo, contraste ni reflexión. Hay consumo y turismo. ¿Cuánto “decolonial” no tiene el menor manejo de aquello que pretende expurgar en nombre de verdades pachamámicas que tampoco entiende? ¿Cuánta mediocridad hay en los anatemas contra lo nunca estudiado?

Ahora, el caso de San Lorenzo tiene otra dimensión que golpea de vuelta a Boric. El punto está contenido en la prédica número 302 de Agustín de Hipona, dedicada al mártir alrededor del año 410. Ahí el doctor de la Iglesia lo usa como ejemplo de resistencia pacífica a las injusticias de los poderosos. Esto, luego de que un oficial de impuestos corrupto hubiera sido asesinado por los habitantes de la ciudad. Agustín recurre a Pablo de Tarso para recordarles que toda autoridad es custodia de un poder temporal asignado por Dios, y deberá responder ante Él por su uso. Y que son los cargos asociados a funciones específicas lo que mantiene el orden que protege por igual a buenos y malos, débiles y fuertes. Por lo mismo, la trifulca, la violación de la ley y la justicia por las propias manos no sólo ofenden a Dios, sino que dañan el estado de derecho, que protege especialmente a los más débiles (aunque también a los que usan carreteras). Las formas sí importan, y mucho.

Al Presidente, que lidera un gobierno que ha decidido recurrir a resquicios y abusos institucionales para avanzar su agenda, así como al asesinato de imagen de sus adversarios, bien le haría reflexionar junto a Agustín respecto a San Lorenzo. También a todos los demás que pretenden “ganar” la constitución para regir sin contrapesos. Esto, porque han elegido un camino de justificación del desacato y la violencia para conquistar un poder que requiere de paz y estado de derecho para poder operar. Agustín subraya que de nada le sirve el poder temporal a quien pierde su alma para obtenerlo. Se puede agregar que, además, el poder obtenido por esa vía será precario e impotente, justamente por haber sido lisiado para ser conquistado.