Columna publicada el jueves 7 de julio de 2022 por The Clinic.

Hay quienes piensan, escribía Tocqueville en sus Reflexiones, que la república “no solo debe cambiar las instituciones políticas, sino transformar la propia sociedad”. En su caso se trataba, por supuesto, de un reproche: el cambio cultural existe, pero no es materia para experimentación constitucional. Quienes ignoran esto, continúa Tocqueville, sueñan con una república “conquistadora y propagandista”. Al mismo tiempo, con estas palabras reconocía que hay otro tipo de cambio, que muchas veces puede ser pertinente: el de las instituciones políticas.

Y es que la política moderna puede ser comprendida como la administración del cambio. Un gobernante medieval podía concebir su tarea como el simple hecho de mantener paz en sus dominios. Pero nadie se conformaría con algo semejante en el mundo actual. De ahí que el discurso de la transformación no solo haya guiado el proceso constituyente, sino también el actuar del gobierno. Se quiere un “gobierno transformador” y se quería –con la ahora disuelta Convención– una “Constitución transformadora”.

La pregunta que hay que hacerse, entonces, es por el modo en que se ha buscado transformar instituciones y la medida en que se ha intentado transformar la sociedad. Por lo que al gobierno respecta, el primero de esos puntos puede responderse así: el afán por generar cambio político y social existe, pero hay poca conciencia de las condiciones –no solo económicas, sino también de madurez política, de seguridad y unidad del Estado– para realizarlo. De ahí que siga siendo tan reveladora la afirmación de Sebastián Depolo durante la campaña presidencial: “Vamos a meterle inestabilidad al país porque vamos a hacer transformaciones importantes”. Nada más contrario al anhelo ciudadano de cambios profundos, pero con estabilidad y certeza (lo que “Tenemos que Hablar de Chile” resumía en un “reseteo estabilizador”).

Pero la impotencia en dicho campo se compensa con un desatado interés por la transformación cultural. Así se explica, por ejemplo, el intento por constantemente educar a la población respecto de cómo hablar, con advertencias contra la barbarie que significaría hablar de “menores” o de “nuestros abuelos”. Y ahí está el revelador caso de Irina Karamanos. Como señaló en su retractación, no quería que el nombre del cargo los “aleje de los cambios profundos que estamos impulsando”. Si uno se preguntaba cuáles son esos cambios profundos, se encontraba con una sorpresa: no había nada de “agenda transformadora” concreta respecto de la red de fundaciones –desde Integra a las Orquestas Juveniles– a su cargo. Tal carencia estaba compensada de sobra, en cambio, por la agenda cultural que sí declaraba prioritaria en torno a “pueblos indígenas, migración, género y diversidad sexo-genérica”.

Y uno de los grandes problemas del proceso constituyente fue precisamente este. El discurso de la transformación suele ser eficaz cuando la contraparte no ofrece cambio alguno (como pasó en el plebiscito de entrada): quien levanta este discurso pasa a encarnar el movimiento de la historia. Ante el plebiscito de salida, sin embargo, esa eficacia se disuelve: ya no estamos ante los que quieren cambios contra los que no los quieren, sino que se trata ahora de evaluar los cambios concretos que se ha propuesto. Y aquí ya hay un amplio consenso en el diagnóstico negativo. Quien estudia las críticas levantadas contra lo hecho en asuntos como Sistemas de Justicia, Estado Regional o Sistema Político, se encuentra con que la Convención levantó no un proyecto dudoso, sino uno derechamente incoherente. En esto prácticamente no hay dos lecturas: las menguadas posibilidades del Apruebo pasan precisamente por ofrecer reformas sustantivas –y de realización creíble– en estas materias.

Pero, una vez más, las cosas se compensaron en el otro campo: la Convención concibió la Constitución como un instrumento de cambio cultural, y no hay materia que no esté tocada por sus predilecciones en materia de género y cultura. Por lo que a la cultura y la sociedad civil se refiere, la Convención fue “conquistadora y propagandista”. En este ámbito sí que el proyecto tiene una visión consistente; seguramente equivocada, pero coherente. Y nada de esto es fruto de accidentes en el camino. Según escribiera Jaime Bassa incluso antes de iniciarse el proceso, no buscaban solo una nueva Constitución Política del Estado, sino “una nueva constitución política de la sociedad”.

Llegados a este punto asoma el fondo del problema: la sociedad a veces rechaza tales cambios. No porque el cambio cultural no exista, sino porque las constituciones no son un instrumento idóneo para producirlo. Esto deberían reconocerlo incluso quienes simpatizan con el cambio cultural impulsado por la propuesta constitucional. La sociedad tiene una vitalidad propia, que no puede ser guiada sin más desde arriba, y que a veces tiene sorpresas para los que así pretendan guiarla. No basta una sesión de patriotismo impostado para revertir los errores cometidos en ese plano. Hay aquí una lección fundamental para cuando el 5 de septiembre, de triunfar el Rechazo, toque reiniciar una discusión con posibilidades de éxito: dicho proceso no solo deberá prestar más atención a la evidencia comparada y a nuestra propia trayectoria republicana a la hora de diseñar instituciones; también deberá dejar el proyecto prometeico de diseñar la sociedad según sus predilecciones culturales. Si en 12 meses la Convención fue incapaz de tal renuncia, más vale que quienes piensan en el proceso futuro asuman este hecho desde ya.