Columna publicada el domingo 1 de mayo de 2022 por El Mercurio.

“Saldremos de una Constitución autoritaria, escrita entre cuatro paredes en medio de una brutal dictadura, con amarres, trampas insoportables para cualquier demócrata auténtico, y votaremos una nueva Constitución, escrita por quienes nosotros y nosotras elegimos a través del proceso más participativo de nuestra historia”. Tal es la afirmación central del documento “Pensando en Chile, decimos sí a la nueva Constitución”, suscrito por dirigentes de la ex-Concertación, incluyendo a Nicolás Eyzaguirre y Francisco Vidal, quienes también firmaron —con entusiasmo— la Constitución reformada el año 2005.

El texto es fascinante por diversos motivos. Por de pronto, revela de modo extraordinariamente nítido el fracaso narrativo de la Concertación, incapaz de contar su propia historia con un mínimo de amor propio. Sobra decir que esto, en política, es fatal: quien no tiene algún aprecio por su trayectoria, difícilmente estará en condiciones de persuadirnos de algo relevante. La Concertación se articula en torno a la evolución constitucional, cuyos principales hitos son 1989 y 2005: si consideramos que esos momentos son irrelevantes, entonces la Concertación también lo es.

Por lo mismo, resulta cuando menos curioso que sus protagonistas se presten al ejercicio de masoquismo. Si seguimos su argumentación, entonces debemos concluir que la Concertación nunca gobernó efectivamente el país: todo habría sido una larga opereta en la que tuvieron que fingir durante años que estaban allí a la fuerza. Por cierto, nada de esto resiste el menor análisis. La Concertación, con sus grandezas y miserias, le dio a Chile largos años de estabilidad, y sus dirigentes participaron activamente de ese proceso, recibiendo de paso los (legítimos) privilegios asociados. Hay buenos motivos para criticar algunos aspectos del período, pero nada justifica renegar así de él.

En estricto rigor, el documento asume a pie juntillas la narración construida por el Frente Amplio, narración que es pieza angular en su proyecto de reemplazo de la vieja guardia concertacionista. En el centro, hay una crítica implacable (y exagerada) respecto de la “cocina” noventera, como si allí no hubiera nada rescatable: una negociación indigna con los militares antes que una democracia. Cuando los protagonistas de los treinta años aceptan esa descripción de sus actos, ya lo han cedido todo; y solo queda rendirle pleitesía a la nueva generación que vino a despertarnos de nuestro sueño dogmático. No debe extrañar entonces que la Concertación haya sido desplazada, pues asumió el discurso de sus críticos, sin modificar una sola coma. Así se explican, creo, los rasgos distintivos de nuestra crisis: por un lado, el brutal salto generacional de nuestras elites políticas; y, por otro, la dificultad de la centroizquierda para encontrar un espacio de subsistencia.

El problema puede resumirse así: los eventuales motivos para votar Apruebo no pueden pasar por la denigración total y absoluta de los treinta años. Se trata de un argumento absurdo, sobre todo si lo enuncian quienes dirigieron al país en esos momentos. Es más, si quienes apoyan a la Convención quieren realmente proyectar un nuevo ciclo político estable (¿lo quieren?), no pueden erigir su discurso sobre un equívoco de esas proporciones —la historia siempre pasa la cuenta de las simplificaciones extremas—. Nadie entendió esto mejor que Ricardo Lagos, quien dijo algo muy distinto hace pocas semanas, cuando recordó que la actual Constitución lleva su firma, y que la reforma del 2005 fue consecuencia de una ardua negociación. Era un modo sutil de recordar que nuestra democracia reciente tiene un pasado digno de ser contado, que el mundo no nació el 2011 ni el 2019, y que cualquier salida razonable debe tener a la vista esos datos. En otras palabras: la contracara del octubrismo no es tanto Pinochet, sino los treinta años. En ese escenario, el discurso maniqueo no resulta pertinente.

Esta es, quizás, una oportunidad para aquella parte de la centroizquierda que quiere recuperar algo de voz en la discusión. Para lograrlo, le será indispensable elaborar un argumento coherente con su itinerario, y no reproducir las consignas que suelen repetir una y otra vez los militantes más radicales. De lo contrario, estarán eludiendo su responsabilidad histórica, porque la excusa de los cuatro generales podrá servir para disputar el plebiscito, pero es completamente insuficiente para salir de nuestra crisis. El país necesita, con urgencia, que ese sector trabaje un diagnóstico más fino sobre su pasado, que permita volver a darle gobernabilidad a Chile, gobernabilidad que el Frente Amplio por sí solo no está en condiciones de ofrecer.

La centroizquierda, por lo demás, ya se ha enfrentado a desafíos intelectuales tanto o más arduos que este. En efecto, en los años 80, tuvo que procesar el fracaso de la Unidad Popular, pensar el modo de brindarle al país una salida democrática de la dictadura, y renovar todas sus categorías de análisis. Todo esto en medio del exilio y de la muerte de muchos de sus dirigentes: fue una enorme proeza. Tener ese gesto a la vista puede ser útil a la hora de pensar en los retos del futuro; salvo, claro, que el sector prefiera convertirse en un apéndice del Frente Amplio.