Carta publicada el sábado 24 de octubre de 2020 por La Tercera.

Sr. Director:

Daniel Jadue señaló que el domingo se podría “tirar al basurero de la historia la Constitución de Pinochet”. Según Fernando Atria, “la Constitución se hizo indefendible porque fue desahuciada por el pueblo el 18 de octubre”. Un enfoque análogo —vaya paradoja— defienden los partidarios de la tesis bélica o insurreccional: el plebiscito sería consecuencia inmediata de la violencia, el saqueo y el vandalismo.

No es así. El proceso constituyente no es una mera reacción al legado autoritario: nuestro país (¿habrá que decirlo?) lleva varias décadas de vida democrática. Tampoco fue impuesto directamente por “el pueblo” ni por “la fuerza”. La crisis reveló un malestar masivo, pero difuso e inorgánico, y si bien ha estado cruzada por una violencia brutal, la destrucción carece de sentido o norte conocido (otra cosa es la complicidad de cierta izquierda).

El itinerario constitucional surge, fundamentalmente, del sistema político. De un acuerdo transversal, desde la UDI hasta Gabriel Boric, para encauzar la revuelta. En la hora más oscura, con Chile al borde del abismo, los dirigentes partidarios trazaron un camino: fue un ejercicio de mediación política. Aquí residen su virtud y sus límites. No se trata de pura violencia ni de la “voz del pueblo”, que jamás existe sin representación.

¿Por qué se apostó por la ruta constituyente, y no por otra? Porque cuando urgía un mensaje de cambios relevantes, la oposición planteó un horizonte: sacrificar la Constitución vigente, hija putativa de la transición pactada. Esto le permitía articular el ímpetu refundacional de la nueva izquierda, y la incomodidad de la centroizquierda con su propia biografía. Mal que nos pese, el oficialismo no tenía reformas de igual calado que ofrecer (salvo, quizá, adelantar las elecciones presidenciales). El telón de fondo es cultural, y consiste en la excesiva confianza en los textos legales.

Hay que sopesar este escenario. Un cambio constitucional puede ayudarnos a organizar y distribuir mejor el poder estatal, pero los problemas económicos, políticos y morales que subyacen a la crisis de octubre exceden las posibilidades de la Constitución e incluso del Estado. Recordarlo hoy es nuestro principal desafío.