Columna publicada el sábado 22 de agosto de 2020 por La Tercera.

En Chile hemos degradado hasta el extremo la idea de representación política. O, más bien, nunca logramos rehabilitarla, luego de que en los 60 y 70 prácticamente todo el mundo desertara de ella. Desde los noventas, la idea de la democracia como “mercado de votos” (cuya máxima expresión es el sufragio voluntario) farandulizó y volvió opaca la representación popular. En el mercado yo compro lo que me place. No entrego mi dinero a alguien para que me compre lo que él quiera. Luego, la democracia, vista como mercado, parece estafa. Más todavía cuando el representante, que accede a un sueldo millonario, parece el principal beneficiado.

La épica de la “fiesta de la democracia”, por otro lado, también se agotó al poco andar. El argumento era “hay que votar porque durante la dictadura no podíamos”. Pero no hay nada sustantivo en esa razón. Para las generaciones post dictadura significa poco y nada.

El individuo soberano proclamado por tantos políticos, finalmente, es incompatible con la democracia. No puede ser representado más que por él mismo. Por razones instrumentales puede llegar a consentir en alguna forma de democracia directa, empapada de esa jerga asambleísta tipo “el vocero mandatado”, pero siempre a regañadientes. Es un ciudadano por descarte.

Estando hoy a las puertas de procesos de decisión importantes, como el plebiscito constituyente, parece crucial darnos tiempo para pensar y discutir respecto a las razones por las que la representación democrática es valiosa dentro de un esquema republicano.

Oliver O’Donovan, teólogo anglicano, dedica algunas páginas en “The Desire of the Nations” a este problema. Discutiendo el rol de Jesús como representante del pueblo de Dios, afirma que representar “es trascender lo representado”. Hay identidad entre representante y representado, pero también hay innovación. La representación es una relación de co-presencia que hace disponible, hace realidad, algo que no existía antes. No es, afirma O’Donovan, una operación de suma cero, donde el ciudadano entrega su porción de libertad a otro: “fundar una estructura de representación política es multiplicar la libertad y la autoridad, dejando a cada uno con más”.

La representación, bajo este prisma, es la constitución de algo en común que no estaba ahí antes. De una forma de convivir que multiplica los bienes que le aportamos, en la medida en que se oriente al bien común. ¿No es esto exactamente lo que cuesta divisar cuando observamos nuestra vida política?

Si representar es a la vez guiar y servir a otros, eso exige un tono, un cuidado y una seriedad que hoy han desaparecido en un mar de indecencia y maltrato. El representante debería reflejar en su acción el hecho de trabajar, aportando distintos carismas y dones, en una obra común: el vivir juntos y el florecimiento de la comunidad representada.

Perdimos el voto obligatorio cuando ya no lo entendíamos. Hoy muchos lo piden, con razón, de vuelta. Pero antes de recuperarlo es necesario que nos sentemos a conversar sobre razones. Necesitamos una política que refleje, en todos sus procesos, el valor constitutivo de la representación popular. Aquello que nos hace pueblo y nación, y no simple atado de consumidores.