Columna publicada en El Demócrata, 14.05.2016

Las reformas económicas en Inglaterra, Estados Unidos, y otros países durante los años ’80 suelen resumirse con la palabra “desregulación”. El corazón de esta propuesta radicaba en una doctrina de “no intervención”: dado que los agentes privados son capaces de resolver los problemas de modo más satisfactorio que el Estado, en forma independiente y descentralizada, parece razonable concederles esa prioridad. Ello exige eliminar la mayor cantidad de barreras externas a la actividad privada y asegurar el cumplimiento sólo de las reglas más fundamentales.

Este fenómeno está vinculado con el valor de la autonomía individual en la sociedad moderna tardía. Vivimos en una época de “valores postmateriales” (el término es de Inglehart y Welzel), es decir, en una época en que el desarrollo económico permite niveles de vida donde no estamos constreñidos a enfrentar la muerte o el sufrimiento de forma constante y menos directa. Ya no estamos forzados a convivir con aquello que es radicalmente ajeno a nuestros deseos; y emerge la posibilidad de perseguir nuestros valores sin interferencia de los demás, para lo cual hemos forjado instituciones políticas que operen en consecuencia.

Con todo, hay más de una dificultad en esta interpretación. Resulta paradójico, cuando menos, que la época de la desregulación coincida con un aumento brutal de las normas en nuestra vida. Las empresas están sujetas a reglamentos cada vez más estrictos acerca de conflictos de intereses e incentivos perversos. Los códigos de ética, en diferentes organizaciones, son cada vez más densos y la casuística más detallada. La corrección política restringe el tono del debate público, e incluso los temas susceptibles de discusión (y las universidades han recogido, paulatinamente, ese estándar). Incluso pareciera que las relaciones familiares son crecientemente mediadas por terapeutas (y abogados).

No es que las normas no sean importantes, ni que vivamos en un mundo más simple que antes (en nuestros días, el mundo no puede sino volverse más complejo). Y no se trata de que la libertad no tenga costos, o que no debamos renunciar a nada a cambio de ella. Pero hay algo raro en una época que confiere un carácter tan especial a nuestra voluntad (como la única razón, pareciera, por la que alguien puede ser obligado a hacer algo), y a la vez debe vivir sujeta a normas cada vez más específicas, invasivas y ante todo ajenas. Viviendo bajo miles de normas que no responden a necesidades palpables, o familiares, quizá tengamos la sensación de que nuestra vida está sobrerregulada.

Pareciera, entonces, que la pretensión emancipadora del mundo moderno tiene algo de promesa incumplida, o frustrada. Pero quizá tampoco nos estábamos haciendo las preguntas correctas. Y es que la autonomía, como nosotros, es más ambigua de lo que creemos. Todas nuestras decisiones están teñidas de gris, y afloran tensiones de todo lo que hacemos. La (llamada) no intervención no nos asegura, entonces, un orden social que podamos considerar propio, porque no hay respuestas unívocas cuando nos preguntamos por la acción humana. Y cuando no lo entendemos, esa ambigüedad golpea de vuelta.

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