Columna publicada en La Segunda el 30.06

En su libro “Los partidos políticos”, Robert Michels descarta la idea de una sociedad sin clases construida a partir de la dominación de un partido, estableciendo convincentemente la llamada “ley de hierro de las oligarquías”, que consiste en asumir que donde exista organización, existirá jerarquía y, por tanto, oligarquía. Así, una sociedad sin clases tendría que ser una sociedad sin organización, es decir, algo imposible.

Las oligarquías (o élites) son minorías organizadas capaces de administrar poder y articular a partir de él a otros grupos menos organizados en una estructura de círculos concéntricos. Estos grupos menos organizados son atraídos hacia ese centro a partir de beneficios y favores. No hay sociedad exenta de estos grupos. En las sociedades donde un sólo organismo controla todo (como en Cuba), existirán bandos organizados que se disputarán la influencia “en palacio”.

La competencia entre grupos los hace buscar apoyo de más personas, a las que deben motivar constantemente para que se mantengan leales. Esto hace probable el clientelismo, entendido como la conquista de lealtades a través de favores, además de prácticas peores, como la extorsión y el soborno.Así, la historia parece no ser una lucha de clases, como pensaba Marx, sino de oligarquías que articulan distintas personas de diversas clases. Esta lucha puede adquirir muchas formas, pero el pasado nos muestra principalmente combates violentos, en los cuales se disputaba el control total sobre un territorio y una población.

La gracia de las sociedades democráticas y liberales es que el poder es disputado por estos grupos de cara a la ciudadanía, cuyos votos y adhesión deben conquistar mediante ideas y proyectos. Entre otras bondades, esto posibilita una diversidad de élites cuya competencia se vuelve beneficiosa para aquellos que no tienen grandes cuotas de poder.

Al ver que la democracia liberal no termina con las élites, muchos concluyen que la política no es más que un “conflicto de intereses disfrazado de lucha de principios”, como decía Ambrose Bierce. Sin embargo, hay grandes razones para defender esta forma de organización, además de las ya expuestas. La principal es que al disputarse el poder de frente a la ciudadanía y en el marco de la ley, es posible escrutar las prácticas de quienes compiten, junto con someter sus promesas y declaraciones a

cuentas y debates públicos. Esto significa que es un orden perfectible, donde el avance de la transparencia y la estandarización de procedimientos pueden orientar los resultados de la política hacia el bien común, además de ir erradicando el clientelismo y otras malas prácticas.

Así, acciones como las imputadas, a destiempo, por Andrés Velasco a Guido Girardi, que además de clientelismo involucran un vergonzoso chantaje, no son ajenas a la política. Lo que sí es excepcional, y una virtud de nuestro sistema, es poder generar instituciones que aseguren una mayor transparencia, además de ir excluyendo de la representación y exponiendo al juicio público a quienes abusan del poder. Combatir por esa claridad hace retroceder las sombras, y los engendros de las sombras, después de todo, no sobreviven a la luz.