Paradójicamente, hoy no resulta difícil construir una fuerza crítica coyuntural, aprovechando la desconfianza en las instituciones. Lo realmente complicado es elaborar un discurso que, haciéndose cargo de los problemas que enfrenta el país, ofrezca salidas responsables y reflexionadas.

La irrupción del diputado Johannes Kaiser como una carta competitiva de cara a la elección presidencial ha producido efectos en todo el espectro político. Desde luego, es muy temprano como para sacar conclusiones definitivas —basta recordar el momento en que Pamela Jiles aparecía como una presidenciable bien aspectada cuatro años atrás—, pero sería iluso negar que Kaiser está representando algo que nadie debería pasar por alto.
El fenómeno tiene varias dimensiones, pero la primera guarda relación con el hastío. Hay un segmento amplio de votantes que no quiere apoyar a candidatos que sean percibidos como parte del establishment. No es una adhesión con demasiado compromiso ideológico —ha sido recogido por ME-O y Parisi, por mencionar dos ejemplos—, pues se trata más bien de un sentimiento de rechazo generalizado. En ese contexto, no tiene nada de raro que surja un outsider de derecha, capaz de recoger las rabias desde ese lugar. De hecho, nadie debería extrañarse si en el futuro endurece aún más su discurso en materia de seguridad y de migración (como lo ha intentado Rodolfo Carter).
Así las cosas, Kaiser se propone desafiar a muchos mundos. Por de pronto, al Partido Republicano. La tienda de José Antonio Kast aspira a captar parte de esos votos hastiados, pero su participación protagónica en el segundo proceso constituyente volvió inviable ese anhelo. Hoy por hoy, los republicanos están más dentro que fuera del sistema, y eso es un problema en la disputa con Kaiser. Kast tiene poco espacio para revertir la situación, porque, hasta ahora, se le ve muy encajonado entre la candidatura de Matthei —mucho más asentada que la de Sichel— y el mundo que se ubica a su derecha. La paradoja es que los partidarios de Kaiser no hacen más que doblar la apuesta que hizo antes el Partido Republicano: nadie está libre de ser calificado de derechita cobarde. Después de todo, Kaiser es un vástago directo de José Antonio Kast, y sigue el mismo libreto.
El segundo desafío está dirigido a Chile Vamos, que no debe subestimar a Kaiser o, para ser más precisos, aquello que Kaiser aspira a representar. Dicho en simple, la trayectoria de Evelyn Matthei es su fortaleza y debilidad. Fortaleza: frente a la inexperiencia de la generación gobernante (que está dedicada a vender muebles para pagar gasto corriente), la exalcaldesa transmite solvencia. Debilidad: si las dificultades del país se siguen agravando, la ciudadanía se sentirá tentada por soluciones más radicales. El desafío de Matthei es, por tanto, lograr articular la responsabilidad con un diagnóstico honesto sobre las múltiples crisis que atraviesa el país, sin intentar minimizarlas. Esto último sería un camino seguro a la derrota.
Con todo, quizás el desafío más significativo concierne al conjunto de todas las derechas (incluyendo a Kaiser): la dispersión presidencial puede tener efectos sobre las parlamentarias. Así, hay un escenario bajo el cual los roces y fricciones pueden impedir construir las listas parlamentarias de modo coordinado. Este es un punto central, y cualquier grupo con auténtica vocación de poder debería tomárselo muy en serio. Dado que la reforma al sistema político es poco más que una quimera, resulta fundamental obtener mayoría parlamentaria; y hoy, como nunca, la derecha tiene la posibilidad cierta de alcanzarla. Sin mayoría en el Congreso, Chile es simplemente ingobernable, y el paso por La Moneda bien puede convertirse en un martirio.
Ahora bien, el cuarto desafío que plantea Kaiser incumbe al oficialismo. En efecto, Kaiser busca canalizar una rabia que la izquierda creía haber monopolizado, sin comprender que se trata de un sentimiento poco atado a doctrinas específicas. En este plano, el diputado juega en una cancha que la izquierda conoce bien: la de atizar el descontento y los malestares, para cosechar en las elecciones. En ese sentido, es un espejo incómodo del Frente Amplio, no necesariamente porque sea el “Boric de derecha”, sino porque los refleja exactamente como no les gusta verse reflejados. No es raro, en ese contexto, que los jóvenes retadores y desafiantes estén buscando el modo de replegarse —y ocultarse— tras la figura de Michelle Bachelet. En efecto, han comprendido que ninguno de sus potenciales candidatos resistiría el choque de asumir el “legado” del Gobierno. En efecto, ¿qué podría prometer hoy un candidato frenteamplista sin caer en el ridículo inmediato? Un escenario con Kaiser vuelve la elección un terreno particularmente hostil y agresivo, y allí no tienen nada que ganar. Está por verse si Michelle Bachelet está dispuesta a pagar la cuenta del desaguisado.
Con todo, el principal desafío de Kaiser es consigo mismo. Paradójicamente, hoy no resulta difícil construir una fuerza crítica coyuntural, aprovechando la desconfianza en las instituciones. Lo realmente complicado es elaborar un discurso que, haciéndose cargo de los problemas que enfrenta el país, ofrezca salidas responsables y reflexionadas. Si, como parece, Kaiser quiere jugar en la primera cancha, solo estará agravando nuestra crisis y horadando las posibilidades de su propio sector. Y si hay algo que ni la derecha ni el país (ni Kaiser) necesitan, es un “Boric de derecha”. De esa pócima, créanme, hemos tenido suficiente.