Cuesta entender la jugada del Presidente, aunque se trata de un error recurrente, que expresa una mezcla de impericia e imprudencia, así como de poca conciencia de su función. Es que a veces es mejor callar, para que la verdad hable por su propio peso.
Columna publicada el domingo 1 de septiembre de 2024 por La Tercera.
Lo que podría haber sido una semana centrada en la formalización y posterior prisión preventiva del abogado Luis Hermosilla, terminó en una nueva polémica protagonizada (y provocada) por el propio gobierno. “Qué bueno que los que se creían poderosos, vayan también a la cárcel”, dijo el presidente Gabriel Boric saliéndose de libreto, como él mismo reconoció, en una actividad sobre educación. En lugar de subrayar el valor de que avancen los procesos regulares de los poderes autónomos del estado, o de simplemente guardar silencio, el Mandatario optó una vez más por el arrebato. Es que era muy tentador: una figura emblemática del establishment está sumida en una investigación penal que augura oscuras conclusiones respecto de sus acciones en el pasado, involucrando a destacados líderes políticos en una eventualmente extendida y corrupta red de influencias. Ante este caso, el Gabriel Boric de siempre le viene a quitar el espacio a aquel que por momentos aprende a habitar la República, y vuelve así a ocupar el papel que le queda más cómodo: vocero de los oprimidos, denunciante de los poderosos.
El problema es que esa estrategia no ha tenido la eficacia esperada. Lejos de colaborar a que “la justicia actúe”, como señaló la ministra de Interior, el Presidente celebró como triunfo un proceso aún en curso (la cárcel de Hermosilla es por ahora solo prisión preventiva) y le regaló a la defensa del acusado un mecanismo para emplazarlos de vuelta. Así, pasaron a ser ellos los interpelados: no respetarían el principio de legalidad resguardado por la constitución, estarían politizando la causa, predisponiendo la acción de la justicia, mostrando parcialidad. A esto se agrega la advertencia solapada de Juan Pablo Hermosilla, hermano y abogado del acusado: “si uno va a abrir el teléfono de Luis Hermosilla (…), ábranlo entero”. Porque por lo visto acá los manchados son de todos lados. En una hábil apuesta, Hermosilla levanta sospechas respecto de la selectividad de las filtraciones difundidas y recuerda que el propio gobierno ha tenido sus acercamientos con el imputado, convocado en su minuto para defender a Miguel Crispi, jefe de asesores presidencial, en el marco del caso Convenios.
Nada de esto significa hacer de Luis Hermosilla una víctima ni mirar con ingenuidad la defensa emprendida por su hermano, que por lo visto está dispuesto a todo en esa tarea. Pero sí es claro que la discusión sobre la culpabilidad del imputado pasó a segundo plano, mientras La Moneda tuvo que dedicarse estos últimos días a dar sucesivas explicaciones. La más desafortunada es la del ministro Cordero, que pasó de acusar a Juan Pablo Hermosilla por acciones ilegales a subrayar que respeta el trabajo de los defensores. Mientras tanto, Gendarmería autorizó el traslado de Hermosilla desde Santiago 1 a Capitán Yáber, solicitud que habría motivado inicialmente el cuestionamiento del secretario de Estado. El Ejecutivo queda así en una posición débil, cuando era el escenario ideal para situarse por encima de este proceso y dejar actuar a la justicia. Qué paradoja que el abogado de Hermosilla sea quien esté recordándoles esa tarea.
Cuesta entender la jugada del Presidente, aunque se trata de un error recurrente, que expresa una mezcla de impericia e imprudencia, así como de poca conciencia de su función. Es que a veces es mejor callar, para que la verdad hable por su propio peso. Pero ser capaz de esa contención exige que lo que movilice sea, en este caso, verdaderamente la justicia, y no el deseo, comprensible pero vano, de erigirse como el gran reivindicador. Esa distancia es la que marca la conciencia del peso del cargo ejercido, donde lo que manda no es resarcirse por el merecido castigo de los poderosos, sino el cuidado de la democracia. Adquirir esa conciencia, sin embargo, requiere de un paso anterior: haber entendido que, al encarnar una institución como la presidencia, uno está en representación ya no de uno mismo, sino de toda la república.