Opinión
¿Democracia en peligro?

La democracia también se horada cuando se le invoca en vano, cuando su defensa es puramente instrumental: no hay un argumento consistente, sino puro oportunismo (como en el caso del voto obligatorio).


¿Democracia en peligro?

A partir de un reportaje emitido por Chilevisión, el debate en torno a las redes sociales se tomó la discusión. En concreto, dicho reportaje reveló el modus operandi de algunas cuentas anónimas, aparentemente vinculadas a la derecha, y obligó a formular la pregunta por la manera en que ciertas dinámicas de las redes afectan nuestra deliberación. El oficialismo reaccionó, y decidió movilizarse en masa —presidente, ministros y parlamentarios—, emprendiendo una cruzada en defensa de la democracia y contra todas las fuentes de desinformación. El tono empleado ha sido grandilocuente, como si estuviera en juego el destino de la nación: el mandatario llamó a cuidar la convivencia cívica, el ministro Elizalde aludió a las amenazas contra la democracia, mientras que la ministra Vallejo retomó su agenda contra las noticias falsas. En principio, todo suena razonable: el régimen democrático merece que nuestros dirigentes dediquen sus mejores esfuerzos a defenderlo. Además, aprovechan de dar prueba de su compromiso puro y desinteresado por el devenir de nuestras instituciones. Somos muy afortunados.


Sin embargo, hay motivos para dudar. Por de pronto, todo indica que la secuencia de declaraciones se explica por un diseño de campaña. Más allá de lo delicado que resulta que el gobierno se involucre tan directamente en la contienda presidencial, la cuestión relevante es la siguiente: las auténticas convicciones democráticas no se invocan de modo oportunista. Pues bien, es posible pensar que la súbita indignación del Gobierno no guarda relación con su compromiso impoluto con las instituciones, sino que responde a un mero cálculo. En efecto, la izquierda padece, en estas materias, una extraña amnesia selectiva. Cuando le resultó útil, no tuvo escrúpulo en usar los mismos medios que hoy condena con indignación. Por mencionar un ejemplo, el propio presidente interactuaba con una célebre cuenta anónima (Mr. Wolf) cuyo principal rasgo no era fomentar la sana convivencia ni el respeto por los interlocutores. En lo referido a la desinformación, varios dirigentes del Frente Amplio —incluyendo a Beatriz Sánchez— denunciaron la existencia de un centro de torturas en Baquedano durante el estallido. Nunca se retractaron ni ofrecieron una explicación. También acusaron a dos carabineros de asesinos, sin poseer los antecedentes del caso: en el fragor de la batalla contra el gobierno anterior, ellos tenían derecho a desinformar. Sobra decir que, una vez que los uniformados fueron sobreseídos, nadie se molestó en pedirles disculpas. La lista podría multiplicarse al infinito, pero me interesa llamar la atención sobre lo siguiente: cuando lo ha estimado funcional a sus fines, la izquierda ha alimentado sin pudor un ambiente tóxico poco respetuoso de las instituciones (para decirlo de un modo elegante).


Desde luego, es posible que la izquierda haya cambiado de opinión y, por lo mismo, nada obsta a que manifieste hoy su preocupación. Con todo, si la inquietud fuera sincera, debería incluir un examen crítico de lo obrado: este juego no fue inventado por las derechas. En ausencia de esa reflexión, la preocupación oficialista queda desnuda, convertida en mera arma electoral. La dificultad estriba en que la democracia también se horada cuando se le invoca en vano, cuando su defensa es puramente instrumental: no hay un argumento consistente, sino puro oportunismo (como en el caso del voto obligatorio).


La cuestión es tanto más grave que el problema apuntado es real, y puede afectar gravemente el funcionamiento de la democracia. Sabemos que esta última supone una deliberación razonada, en un clima determinado y bajo ciertas condiciones. Y es difícil negar que las redes sociales no ayudan a producir esas condiciones: más bien, tienden a erosionarlas. En ausencia de deliberación digna de ese nombre, es evidente que la democracia puede convertirse en una pantomima. La proliferación de cuentas sin rostro y la velocidad con que se propagan noticias falsas son dificultades objetivas, aunque no tienen fácil solución. ¿Tendría sentido, por ejemplo, prohibir las cuentas anónimas, o establecer un control férreo de la información que se difunde? ¿Quién sería el juez? ¿Cómo se conjugaría algo así con la libertad de expresión? ¿No sería peor el remedio que la enfermedad?


Por otro lado, tampoco puede negarse que —en el mundo— las derechas han jugado un papel cuando menos dudoso en lo relativo a estos temas. En ese sentido, José Antonio Kast haría bien en marcar distancia explícita con las lógicas dañinas, para dejar claro que no desea jugar en esa cancha. Con todo, si realmente queremos tomarnos en serio estas dificultades, la primera exigencia es sacar la discusión de la arena estrictamente electoral: no es algo que afecte exclusivamente a un sector, sino que es una cuestión transversal de la que nadie se salva completamente. Desde allí, podríamos abrir una conversación tan urgente como indispensable acerca del mejor modo de enfrentar estas amenazas reales. ¿Mucho pedir en año de elecciones? Quizás. Sin embargo, me temo que la alternativa es bastante peor: dejar que nuestras instituciones sigan desfalleciendo, en medio de gárgaras impostadas.


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