Reseña publicada el jueves 22 de diciembre de 2022 por Ciper.

Sobre Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina (Taurus, 2022), de Carlos Granés.

E
sa lectura según la cual los chilenos seríamos «los ingleses de Latinoamérica» dice mucho acerca del modo en que nos comprendemos a nosotros mismos. Nos sentimos, como país, más ordenados, elegantes y estables que el resto del continente, y esa superioridad fácilmente nos da la seguridad necesaria para continuar en esa ruta exitosa que difícilmente ha sido imitada por nuestros vecinos. Sin embargo, cuando desde 2019 se pusieron radicalmente en cuestión «los treinta años», hubo quienes afirmaron con profundo pesar que estábamos «volviendo a Latinoamérica». La lectura del extenso y muy ambicioso libro de Carlos Granés, Delirio americano, tiene, entre otras, la ventaja de complejizar el modo en que nos observamos dentro de la realidad política y cultural de la región: ni más fomes, ni más grises ni mejores que nuestros vecinos, ganamos mucho cuando logramos ver las similitudes y diferencias que tenemos con quienes compartimos vecindario.

Delirio americano es, sin duda, mucho más que una simple historia cultural e institucional del continente. Es, más bien, un intento por interpretar las tensiones y problemas del presente a partir de todo un siglo de arte y política. Desfilan por la mirada de Granés los grandes protagonistas de la historia latinoamericana (el PRI, Haya de la Torre, Perón y Evita, los muralistas mexicanos, Brasilia, decenas de dictadores de diversa laya, Fidel Castro, Sendero Luminoso, Fujimori, Caetano Veloso y toda una pléyade de poetas, narradores y pintores de casi todos los países de la América hispana, el Caribe y Brasil), pero no solo como referencias sueltas y anecdóticas, sino como representantes de las grandes tensiones con las que se ha intentado comprender Latinoamérica. ¿Debe entenderse el continente a partir de la pureza de las razas o desde un mestizaje que lo diluye todo? ¿Qué hacer con las culturas originarias y con aquello que criollos e inmigrantes traen consigo? ¿Es el Estado nación su orden político idóneo o debe buscar una hermandad continental que siempre le ha sido esquiva? ¿Cómo debemos relacionarnos con la herencia legada del imperio español, con la prestigiosa cultura europea o con un Estados Unidos cada vez más poderoso? ¿Cómo hacer de todos estos elementos —razas, culturas y órdenes políticos— insumos fructíferos para definir nuestra identidad sin volverla excluyente o artificiosa?

La principal virtud de este libro es también su mayor lastre. El historiador colombiano describe de manera panorámica la realidad cultural y política de América Latina durante el siglo XX, un continente complejo y exuberante en una época convulsa. Parte desde una tesis sugestiva: aquellas ideas o principios que en el arte y la literatura manifiestan arrojo, lucidez y creatividad pueden generar grandes desastres cuando se traspasan al plano político. Asimismo, el relato ponderado y detallista que hace Granés de una amplia gama de movimientos, obras, artistas y tópicos cae, en varias ocasiones, en la brocha gorda cuando se trata de hacer una lectura política del siglo XX latinoamericano.

La tarea de contarlo todo acerca de una veintena de países a lo largo de un siglo completo no era sencilla. Sin embargo, la descripción del mapa político está hecha, a ratos, desde un liberalismo que lee de manera demasiado simplista aquello que exigía una mirada no necesariamente más benevolente, pero sí más precisa de los factores que explican la aparición de revoluciones, autoritarismos y dictaduras a la vuelta de tantas esquinas de este continente. En ese sentido, cabe observar la nación, lo indígena o lo identitario no solo desde una óptica excluyente o que pone en riesgo la democracia, sino como factores que pueden contribuir a la construcción de una comunidad política.

Dibujar algo más de cien años de historia cultural y política de Latinoamérica le exige al autor casi seiscientas páginas y varios centenares de referencias. En ellas se despliega un mapa detallado de artistas y movimientos estéticos desde José Martí, a fines del siglo XIX, hasta Doris Salcedo o Mariana Henríquez, ya entrado el siglo XXI. Con todo, el relato se sigue con sumo interés, puesto que literatura e historia, arte y política están en un diálogo constante que enriquece una lectura de un escenario que suele interpretarse desde carriles independientes y con pocas conexiones entre sí. En ese sentido, Delirio americano logra con éxito su cometido: la síntesis realizada por Granés permite hacerse una visión panorámica y global. Y aunque sus tres partes puedan haber sido ensayos independientes, el texto podría funcionar como un gran libro de consulta para aquellos que quieran revisar un episodio específico de la historia cultural latinoamericana o para introducirse en escuelas o artistas específicos.

Comienza a fines del siglo XIX, poco antes de la guerra entre España y Estados Unidos, cuando ambas naciones —una en franco deterioro de su poder político y a punto de perder sus últimas colonias, la otra en el momento más vertiginoso de su ascenso dentro del concierto internacional— se disputan el poder sobre Cuba. A partir del caso de Martí —quien murió en la guerra por la independencia de la isla, a pesar de estar acompañado de su ayudante, llamado Ángel de la Guardia—, Granés relata el modo en que el modernismo propició el cruce entre arte y política, lo que se vio con particular intensidad durante las vanguardias de principios del siglo XX. Serán esos movimientos (el futurismo, el dadaísmo, el estridentismo, etc.) los que dejarán de manifiesto que ciertas tesis fructíferas en el campo estético pueden tener resultados ambivalentes, muchas veces nefastos, al ser aplicadas en el campo político. Dicha dificultad deriva de que la pregunta por la identidad (nacional o latinoamericana) es distinta de la pregunta por el orden político capaz de traer estabilidad, seguridad y crecimiento. El problema es que muchos de los artistas e intelectuales que vieron en lo indígena, en los héroes de la patria, en la raza o en el pasado una nota distintiva de aquellas comunidades a las que intentaban darle un contorno, traspasaron sin cuestionamientos esos esencialismos o exclusivismos al plano político, generando órdenes autoritarios o violentos y escorándose rápidamente a los extremos del mapa político, como ilustra el autor con Lugones o Vasconcelos. Aquí, sin embargo, el libro peca de cierto anacronismo, pues su distancia con cualquier movimiento que no suscriba los principios de la democracia liberal tal como la entendemos hoy está teñida de un reproche que necesitará varias décadas —y dos guerras mundiales— para ser atendido con cierta transversalidad. O, dicho de otra manera, pareciera que la crítica a la democracia occidental que levantan múltiples personajes a lo largo del siglo debiera ser tomada más en serio.

El relato de Granés toma el clásico ensayo de José Enrique Rodó, el Ariel, como una clave interpretativa fundamental. A partir de la crítica del uruguayo al espíritu norteamericano (materialista, hedonista y enfocado en el rédito inmediato), Latinoamérica tenderá a comprenderse a sí misma como un territorio más orientado a los asuntos trascendentales del alma humana. De igual modo, su antiimperialismo implicó que, en lugar de importar ideas extranjeras ajenas a su realidad geográfica, cultural y económica, las distintas corrientes intelectuales ensayasen pensar su realidad propiamente americana y latina, desentrañando ya sea explorando su vínculo con lo mestizo y lo español, ya sea elaborando una concepción de lo racial y lo popular que busca una reconfiguración de todo vínculo por medio de la revolución. Esas corrientes o arielismos de izquierda y derecha, como los llama el autor, se manifestarán con énfasis y alcances diversos, pero con una persistencia que subsiste hasta hoy.

El libro de Granés, en suma, ensaya diversas respuestas ante la constante pregunta por nuestra identidad latinoamericana, y muestra que las expresiones artísticas más originales y perennes de la región han sido aquellas que han estado abiertas, al mismo tiempo, a la particularidad de las culturas e idiosincrasias locales y al influjo de otras tradiciones. Porque, como dice el autor a la hora de describir las vanguardias, su gran descubrimiento fue que «podíamos desplazarnos con facilidad de lo vernáculo a lo universal, de lo salvaje a lo civilizado, de lo agreste a lo urbano, del sentimiento nativo a la forma europea, de lo no occidental a lo más moderno. Era un privilegio: podíamos estar en dos lugares al mismo tiempo». Aunque, como se mencionó al comienzo, su lectura política parece ser a ratos anacrónica y demasiado gruesa, eso no eclipsa las notorias virtudes que hacen de Delirio americano un libro fundamental para detenerse a observar estos territorios tan movedizos.