Columna publicada el sábado 19 de diciembre de 2020 por La Tercera.

La crisis social chilena es, en buena medida, una crisis económica e institucional de las unidades domésticas de clase media. Es decir, un colapso de las familias. Ellas se encuentran sobrecargadas de funciones y expectativas, a la vez que desprovistas de los apoyos básicos para sostener dichas cargas.

La familia de clase media chilena es demasiado rica para lo que ofrece el Estado, a la vez que demasiado pobre para lo que ofrece el mercado. Esto significa que se integran de manera desventajosa en todos los subsistemas sociales: no disfrutan ni de los mecanismos estabilizadores de la pobreza ni de aquellos de la riqueza. La creciente deuda es el reflejo económico de dicha integración deficiente.

Uno de los golpes de gracia a esta inestabilidad estructural lo está dando el proceso demográfico: la jubilación precaria de los nacidos entre fines de los 40 e inicios de los 60 es un tsunami generacional. El índice de fecundidad (hijos promedio por mujer) de aquellos años es de alrededor de 5, cayendo a 3 a inicios de los 70 (hoy ronda 1,5). Mientras, la esperanza de vida llega hoy a los 80 años (sólo a finales de los 60 llegó a los 60).

¿Qué implica esto? Que una pareja promedio de chilenos de clase media nacidos en 1980 tendrá, cada uno, entre uno y dos hermanos. Cuando sus padres, nacidos alrededor de 1955 y con una trayectoria laboral precaria, se jubilen, el cuidado de ellos, con costos crecientes, deberá ser distribuido entre esos hermanos durante 15 años. Cada uno de esos hermanos, a su vez, vive mucho mejor que sus padres, pero fuertemente endeudado. El costo que supone ayudar a la generación anterior simplemente descarrila el presupuesto familiar. Esto explica que las jubilaciones sean el eje del huracán del estallido social.

En términos cualitativos la situación de la familia chilena no es mejor: el contacto significativo de los hijos con sus padres va en picada. La forma en que la mayoría de los adultos se integran al mercado laboral -transporte eterno, jornadas infinitas- exige prácticamente el abandono de los menores, quienes son socializados por instituciones en las que el discurso dominante exalta la soberanía de la voluntad individual en contra de la autoridad familiar (basta ver el discurso extremo de la campaña de la lucradora de la infancia en este sentido, que ella misma, con sinceridad, es incapaz de reconocer como radical). El broche de oro de esta espiral descendente es la culpa paterna transformada en transferencia de bienes materiales y en temor a poner límites de cualquier tipo. Aquí está la fábrica de los pequeños tiranos, así como de la alarmante obesidad, depresión y adicción a Internet infantil.

Si la tesis expuesta aquí es correcta, el objetivo principal de la búsqueda de acuerdos institucionales y políticos debería ser generar apoyos sólidos a las familias promedio chilenas de clase media que les permitan cumplir con sus roles. Este es un tema fundamental de la subsidiariedad del Estado (e ineludible para Estados de bienestar sustentables). Es sobre ese gran y mayoritario grupo de chilenos que deberían versar nuestros debates más urgentes y las campañas políticas, y no sobre minorías identitarias y “logros” simbólicos.