Columna publicada el 31.07.18 en La Segunda.

¿Qué tienen en común las propuestas de aborto libre y eutanasia que han hecho noticia durante las últimas semanas?

Al menos dos cosas. Y ambas son inquietantes, más allá de las nobles intenciones que afloran por aquí y por allá.

En primer lugar, estas iniciativas erosionan una sofisticada protección de la vida humana, heredada tras siglos de reflexión jurídica y moral. En efecto, desde antiguo se sabe que la dinámica social supone ciertos acuerdos básicos, entre los que destaca la proscripción del homicidio y su consiguiente castigo. Pero hoy también sabemos que no corresponde tratar del mismo modo toda conducta con resultado de muerte. Por mencionar un par de ejemplos relevantes, basta pensar en la legítima defensa letal, es decir, que termina con la muerte del agresor; o en la mujer embarazada que, producto de su cáncer, se somete a una quimioterapia que ocasiona la muerte del feto. Desde luego, ninguno de esas situaciones se considera un asesinato. La pregunta es por qué. Y la respuesta es la siguiente: uno de los frutos de la reflexión antes referida ha sido comprender que la prohibición del homicidio debe ser muy específica. De ahí que se entiende como la prohibición de matar directa y deliberadamente a un ser humano inocente. Este es el criterio que permite distinguir aquellos casos en los que existe una destrucción intencional e injusta de la vida humana y aquellos que no. El aborto y la eutanasia conducen precisamente a tal destrucción.

En segundo lugar, el menoscabo a la protección de la vida de ancianos y no nacidos proviene, principal y paradójicamente, de la misma izquierda que dice luchar contra el individualismo que corroería nuestra sociedad. Alguien podría decir que estas propuestas reciben apoyo a diestra y siniestra. Pero mientras en el lado derecho del espectro ellas sólo cuentan con apoyo aislado (el Gobierno descartó promover la eutanasia y sus partidos ya rechazaron el aborto libre), en el Frente Amplio, el PS y el PPD no sólo se hayan sus principales impulsores, sino que es muy difícil encontrar alguna disidencia. Y esto no deja de llamar la atención. ¿Cómo es posible que el mismo sector político que una y otra vez nos invita a combatir el individualismo y la opresión de los más desposeídos se rinda tan fácil y unánimemente a algunas de las mayores expresiones contemporáneas de esos fenómenos?  ¿Qué lógica común, qué sueño colectivo existe en ese tipo de aproximación a la vida social, en la que se asumen como criterio decisivo tales prerrogativas del individuo, en desmedro de los más débiles y vulnerables? ¿No será que, más allá de las gárgaras y la retórica, predomina en nuestra izquierda un fondo libertario que nadie se atreve a asumir?